jueves, 27 de diciembre de 2007

La rebelde




W. B. U.


Recibió los golpes propinados cobardemente y a mansalva con increíble mansedumbre. Al saberse perdida en la profundidad secreta de los calabozos, decidió rebelarse una vez más ante sus torturadores como siempre lo había hecho contra la dictadura.
Comenzó entonces a recibir los golpes en riguroso silencio, con actitud de trapo.

Al final hizo un esfuerzo supremo y construyó una sonrisa sobre el amoratado rostro. Entonces exhaló larga y profundamente muriéndose antes de lo que sus torturadores tenían planificado.

FIN

El televidente




W. B. U.


Quiso simplemente pagar con la misma moneda y después de conocer como el gobierno censuraba las comunicaciones decidió ver la televisión con los ojos cerrados.

FIN

miércoles, 26 de diciembre de 2007

El pensador




W. B. U.




Finalmente lo comprendí todo, hice mi mejor esfuerzo intelectual, mis abstracciones más elevadas, las mejores divagaciones, utilicé el mejor método lógico deductivo y comprendí... que fui un bruto.

FIN

Rumbo al trabajo







W. B. U.
(basado en una idea de Laura Hidalgo)


Suena el despertador a las 7 de la mañana. Hago un ligero amago de levantarme, pero retraso la alarma, lo que suponen diez minutos más de tregua. No alcanzo a conciliar el nuevo sueño cuando vuelve a sonar el dichoso aparato. Entonces, después de estirarme, enciendo la radio como todas las mañanas. Comienza a sonar “Beast of burden” de los Rollings, lo cual me dibuja, casi por encanto una sonrisa en la cara, ya que pienso que soy una bestia de carga que comienza a ser azotada por otro día más de trabajo. Apuro todo lo que dura la canción metidita en la cama para atesorar ese calorcito que acaricia, comparado con el frío reinante afuera.

Comienzo, entonces, a soñar contigo y con nuestro próximo viaje. Qué ganas tengo de hacer ya de copiloto y de tener contigo largas conversaciones de coche, aunque sé que toda conversación terminará en tus impertinentes preguntas acerca de mi pasado. ¡Ja!, te esfuerzas en disimular las preguntas, en ocultarlas muy bien, intentando sonar lo más casual posible, pero al final es lo mismo. Preguntas todo de mi pasado, que cómo fue esto o aquello y yo sé que te pararé en seco la impertinencia, obligándote a amarme como soy. Y te ruborizarás por ser tan inseguro, mirarás fijo hacia adelante en la carretera, hacia ese imperceptible agujero negro que atrapa las líneas paralelas de los bordes del asfalto para engullirlos tranquilamente y comenzarás a conducir un vergonzoso silencio.

Al final, sé que todo el viaje se hará más llevadero según la selección musical que pueda hacer, porque iremos chasqueando los dedos, tarareando o cantando supuestamente felices y entonces pienso… ¡qué cojonuda es la música!

Corro la ropa de cama, pongo los pies en el suelo y doy más volumen al equipo musical. Hago el pis mañanero con la puerta del cuarto de baño completamente abierta, porque sé que estoy sola. Entonces suelto mi sonoro estómago con total desparpajo porque sé que estoy completamente sola.

Me lavo las manos y me preparo el desayuno. El café instantáneo sabe de mil maravillas. La crema con vainilla le da ese sabor y aroma que me transporta a la casa de mis abuelos cuando era una rubiecita de bucles con apenas seis años y el café estaba vedado para mí. Entonces siento que algo se activa adentro y que ya soy un poco más persona. Me ducho con agua caliente primero, y, a pesar del frío reinante, con un golpe de agua helada, al final. ¡Ja!, más persona aún. Me visto. Me maquillo bien, porque ya sabemos que una es muy coqueta y quedo preparada, lista, totalmente lista para enfrentar un nuevo día, con mis blue jeans gastados y mis zapatillas tenis estropeadas. Me calzo la gruesa bufanda tejida con fiel cariño maternal. Cuelgo mi laptop en el hombro derecho, doy una última mirada al departamento, para guardar el orden en mis retinas, para cerciorarme que todo quedó organizado como debe ser y pienso en la oficina y en los diseños publicitarios que debo terminar hoy. Entonces abro la puerta y me dispongo a bajar.

-Buenos días, Laura-, me saludan. Respondo como una autómata y pienso que la metamorfosis se está completando rápidamente, poco a poco me estoy convirtiendo en la persona que soy todos los días. Ese ser social que regala sonrisas, dispuesto a ofrendar su cuota de civilidad para que el grupo humano, la sociedad completa, funcione. Ahora, cuando cierro con doble llave la puerta, ya tengo identidad. Pienso en lo increíble que resulta que la identidad sea una ilusión que te proveen los demás, que te otorgan los otros cuando te señalan. Vivo todo el día conmigo misma, intentando ser mi cómplice y, al final, la identidad me la proveen aquellos que me llaman, los que me odian o los que me aman. Nunca, con toda seguridad los que me ignoran, que para ellos no existo.

Llego a la calle y saludo a pocos... ¡La ciudad es tan grande! La ciudad es tan grande y sus calles cubiertas por pavimentos me impiden echar raíces. Es tan inmensamente grande la capital comparada con el pequeño pueblo en el que mis memorias encuentran siempre un descanso con sabor a abuelos y a vida campestre, amparada del frío gracias al calor del leño ardiente.

Ya en el Metro de Madrid siento como todo zumba, todo es una gran y desordenada carrera, los carros del tren subterráneo vuelan un derrotero oscuro, claustrofóbico y agobiante, y la vida anónima de los pasajeros y la mía propia, se extravía, se pierde como un aceite rancio, que cae gota a gota, en una vorágine sin identidad. Donde miro veo a gente sudorosa con cara de mala hostia a raudales. Entonces, siento que necesito urgentemente mi droga. Calzo en mis oídos los audífonos conectados a mi MP3. Aprieto play..., suena Editors..., cierro literalmente los ojos, mientras todo mi cuerpo comienza a moverse al ritmo de "Open Up"..., curiosamente me emociono... ¡Que voz tiene este cabrón!, pienso.
La música…, qué maravillosa droga, ahora sí que soy persona..., ahora si que soy...., …¡A trabajar..!

FIN

viernes, 21 de diciembre de 2007

Una vez más



W. B. U.


En la soledad del patio, él, un hombre que con inocente esfuerzo se arrimaba al umbral de los 35 años, jugaba, corría y daba vueltas, una y otra vez, siguiendo una órbita heliocéntrica en torno a su hijo autista. Recogía la pelota que le había lanzado cientos de veces para que el pequeño la tomara; sin embargo, el niño continuaba imperturbable, como una estatua de sal, atrapado en un halo de eterna inconsciencia que lo hacía encontrarse muy lejos, dentro de sí. La pelota le golpeaba suavemente el cuerpo, para alejarse dando pequeños botes, a unos cuantos metros sobre el césped.

Él, podría haber pensado qué sentido tenía todo aquello. Podría haberse dado por vencido, pero como arrobado por una inconsciencia testaruda, prisionero de una fatalidad gratuita que encontró un buen día, recogía una vez más el balón, para lanzárselo al cuerpo.

Obstinado, quería ganarle al destino, quería vencer la derrota que la realidad le había propinado a los sueños que se había forjado cuando esperaba el nacimiento de la criatura: iba a jugar al fútbol con su primogénito varón, tal como habían jugado con él. Le regalaría una camiseta azul. Esperaba que su hijo golpeara el balón para que él, bajo los tres palos, simulara que su esfuerzo no podía evitar la conquista. Entonces, desde aquel día tendría que comprarle botines con estoperoles y las canilleras de última moda, tal vez llevarlo uno que otro domingo al estadio.

Él le lanzaba la pelota mientras lo estimulaba, pero los vítores rebotaban contra las solitarias y mudas paredes de la propiedad:

-Muy bien, ahora viene corriendo por la punta derecha, burla a uno, a dos, a tres…-, dribleaba con la pelota dos o tres arbustos.
-Levanta la cabeza, lo mira mejor ubicado en el centro del área y le lanza el paseeee…-gritaba, jadeando.

Y ahí acababa todo. El eco de sus palabras se ahogaba abruptamente en el sordo pozo de la realidad. Terminaba el ataque de un equipo imaginario estrellándose contra las inclementes condiciones de su hijo que sólo atinaba a quedarse de pie y a mirarse los dedos, que movía con extraordinaria habilidad, escribiendo increíbles historias en el aire.

No sabía cómo derrotar esa barrera infranqueable de soledad y aislamiento en la que estaba encerrado su retoño. Nadie podía saberlo, ni la ciencia con todos sus adelantos lo había podido insinuar siquiera, pero él, con una ceguera terca, iba una y otra vez a la carga, como un equipo que debe vencer a una cerrada defensa rival.

Lanzaba la pelota sin esperanzas, porque la realidad le había vedado tenerla. Lanzaba la pelota una y otra vez sólo porque debía hacerlo, en la soledad y quebranto de su paternidad infausta, y esa era, precisamente, la llave que liberaría su infortunio, porque continuó empecinado, como gota que orada el granito más duro, lanzando una y otra vez el balón.

-La para de pecho, la controla, se pasa a uno, se pasa a dos, levanta la cabeza, lanza el pase, se huele el gol… se huele el gol…-, sin embargo, las palabras seguían siendo absorbidas, una a una con increíble determinación, por el cemento de las paredes.

Pero avanzaba la tarde y ya la luz adecuada para la práctica del fútbol, se había ido hacía rato, sin que él lo hubiera notado prudentemente. Además, su hijo de tan quieto que estaba en el centro del patio, sobre el césped, absorto, se estaba enfriando y podía coger un catarro.

Él, el padre obcecado, no había perdido la esperanza, sencillamente, porque no la tenía. Nunca la había anidado en su pecho para no sucumbir en el fracaso desalmado de su realidad.

Sólo sabía que tenía que ir a la carga una y otra vez, para derrotar el aislamiento de su hijo, para hacer sucumbir esa barrera que, como una pared de piedra lo separaba de la vida común y corriente. Y en vez de haberse convertido en una gran máquina o cíclope que hiciera colapsar de un golpe la dura roca, se había vuelto una pequeña hormiga, testaruda y ciega, que iba silenciosamente, en medio del patio de su casa, mientras se iba la luz del sol, llevándose uno a uno los miles de millones de granos que conformaban esa pared egoísta para hacerla caer.

De pronto, él, el padre pertinaz, creyó ver un breve brillo de conexión en los ojos de su hijo y dificultosamente vio como su silueta, recortada tenuemente contra las sombras del patio, comenzaba a moverse…

En un momento, todo quedó suspendido por los finos hilos de una esperanza que se agigantó, padre e hijo fueron cómplices de una misma realidad. Desde el fondo del patio se elevó furioso un largo grito apagado miles de veces:

-¡Goooooooooooolllll!


FIN

martes, 18 de diciembre de 2007

Hacedor de Hombres




W. B. U.

Mientras todos pensaban que sería bueno para él que muriera cuanto antes, postrado en su cama por ya tres largos meses, el anciano estaba enfrascado en la febril, secreta y divina actividad de hacedor de hombres. Esto, desde que se había enterado que Dios enseñaba irresponsablemente las primeras muestras de cansancio, dejando en peligro la continuidad de la Creación, el futuro de la Humanidad.
A veces, distante de la realidad que se le presentaba entre los límites contenidos del universo que era su apacible pieza, el pobre y cansado viejo no hacía otra cosa que permanecer por largas horas con sus ojos abiertos, como si el tiempo se hubiera detenido en él, mirando hacia un punto infinito que quería dislocarse del cenit de su dormitorio. Los ruidos de la vorágine habitual de la casa le resultaban absolutamente desconocidos de la mañana a la noche y a veces, jugaba a decir demenciales incoherencias.

-¡Qué pasa papá, que no duerme, por Dios!, mire que ya es tarde…-, lo recriminó tiernamente su hija.
-Es que ahora le estoy enseñando todo lo que deberá saber-, le dijo, dejándola perpleja. Por cierto, le hablaba de un nuevo niño que andaba por allí y que quizás nunca llegarían a conocer.

En otra oportunidad, le había confesado que dentro de su arrugada piel y conviviendo con deteriorados órganos, había en ese cuerpo que ella identificaba como el del antiguo asesor de abogados, uno de los pocos hacedores de hombres que iban quedando en ese pueblo gris, donde cada vez nacían menos criaturas.
Y era verdad, porque del padre quedaba tan sólo una figura humana corrompida por el tiempo, una piel y una forma que se deterioraba paulatinamente. El padre, aquel que había sabido despertar las más grandes pasiones sociales en su hija, los más grandes sueños, aquel que había sabido construir en la hija los pilares de una moral incorruptible, ya había desaparecido hacía tiempo. Ahora era otro el que estaba en esa piel, en esa forma, en ese lento transcurrir del tiempo…
Como un semidiós que purgaba sus pecados, al igual que Sísifo que fue obligado por los dioses a empujar infinitamente una pesada roca hasta la cima de una montaña, desde donde caería una y otra vez, el viejo se negaba a morir, alargando las horas, porque se sentía obligado a pensar en nuevas vidas que deberían nacer en el pueblo.
No hacerlo habría sido una vergonzosa torpeza y ya no estaba para irresponsabilidades. Por ello, con pasión, con ardor, con arrebatamiento, obstinadamente pensaba en vidas, pasiones, expectativas, talentos y capacidades de nuevos hombres y mujeres que andarían por allí, los que tendrían como característica esencial, como firma de su autor, que serían capaces de amar, siempre, con pasión y desorden.
Y es que cada uno de nosotros hemos sido pensados por un hacedor de hombres y aquello que llaman personalidad, no es sino la sumatoria de las características que ellos tuvieron cuando experimentaron esta forma humana.

-Ya pues papá, ya es tarde, mañana sigue haciendo hombres-, le decía complaciente la hija, y lo arropaba bien y le apagaba la luz. Y así se alejaba cansada y con un dolorcillo en el pecho, pensando que su anciano padre ya estaba desvariando, porque nada encajaba en el mundo racional y reflexivo al cual estaba acostumbrada.

Sin embargo, cuando ya todos dormían en la vivienda, la escasa luz que se filtraba dentro de la habitación permitía que la curvatura de unos ojos abiertos y fijos en un punto mágico en el cenit de la pieza, resplandecieran de cuando en cuando con el sutil brillo inmaculado de la creación.

FIN

viernes, 14 de diciembre de 2007

Desnudo frente al mar




W. B. U.

Bajé sin apurar mis pasos por la larga escalera que se fundía con la irregular topografía del terreno. La superficie semi amarillenta del campo evidenciaba el rigor del sol, cayendo pesadamente y por largas horas, sobre la dura hierba. Cada cierto tramo algunas pequeñas flores impertinentes, intentaban irisar la rutinaria coloración siena de un prado costero acostumbrado a las inclemencias del clima, y en ellas, los pocos insectos realizaban su actividad con deleite y fruición, como apostando que en ello se les iba la vida entera.
A los pocos peldaños, me detuve y miré hacia la clara y curva amplitud del océano, llené mis pulmones con el aire salino y tibio de la tarde, y mis oídos fueron golpeados por una alharaca congregación de gaviotas, chorlitos y playeros blancos que revoloteaban encima de mi cabeza. La estucada superficie de la playa, allá abajo, reflejaba un brillo grisáceo sobre el cual se recortó, claramente, la amplia envergadura de un pelícano que, sin agitar sus alas, era capaz de avanzar por el largo trecho del litoral.
Allí abajo estaba la arena, pintada de variados colores por los distintos modelos de quitasoles y toallas, y por las tonalidades de distintos bronceados que ofrecían los cuerpos desnudos de una cincuentena de personas.
¿Me atrevería a desnudarme, respondiendo a la invitación que me hizo una colega de trabajo? “Yo iré con mi marido y mis dos hijas”, señaló, ampliando así la invitación que me hacía, a mi esposa e hijo. Sin embargo, allí estaba yo, solo, mientras mi esposa e hijo se había quedado en casa, esperando mi regreso y los comentarios de esta experiencia tan loca que había decidido tener.
Me sentía como aturdido, no por la maravillosa limpieza del paisaje, sino por la experiencia que estaba a punto de tener. ¿Sería capaz de desnudarme?
Empujado quizás por el simple hecho de estar ya allí, o por el hecho de que la distancia que ya había recorrido desde el estacionamiento a la escalera, era más larga que lo que me restaba por acceder a la playa, seguí bajando, sin apuro, mientras me asaltaban una serie de miedos. ¿Y si al mirar a una mujer se me produce una erección?, ¿Y si no puedo controlar el rubor en mis mejillas?, ¿Y si alguien, mujer u hombre, se me acerca demasiado a conversar, cómo tendré que comportarme?, ¿Y si los hombres tienen penes más grandes que el mío?
Imbuido en estos pensamientos, no me di cuenta cuando mis pies tocaron la irregular superficie de la arena.
Debía caminar unos 200 metros hacia el norte, pero ¿sería ese un buen momento para abortar todo y caminar hacia el otro lado? No, definitivamente no estaría tranquilo conmigo mismo. De pronto se me cruzó un pensamiento un tanto tranquilizador. ¿Qué tal si mi colega de trabajo no pudo venir y solamente hay gente que nunca he visto antes? En el peor de los casos, podría retirarme de la playa estando seguro de que no volvería a ver jamás a estas personas.
Comencé a avanzar hacia Playa Luna y comencé a sentir un mayor riesgo, cuando la difusa imagen de cuerpos desnudos tendidos en la arena, comenzaron a dibujarse con mayor detalle en mi retina, a cada paso que daba.
De pronto, adivinando que había gritado mi nombre, porque la persistente brisa y el alborotado graznar de las aves impedían escuchar, salvo a un interlocutor cercano, vi que mi colega, completamente desnuda me saludaba a lo lejos, moviendo sus brazos, se levantaba del lado de su marido y acompañada por sus dos hijitas, comenzaba a caminar a mi encuentro cubriéndose, sólo del sol, con un sombrero de ala amplia, tejido en fibra de arroz.
Asegurado por la distancia, que me ofrecía una cobarde impunidad, cuando aún nos separaban unos 30 metros, apuré una mirada a sus pechos y a sus vellos púbicos que, obviamente, nunca había visto antes, a pesar de los tres años de relación laboral que teníamos, coincidiendo en la misma oficina.
Ella soltó la mano de su hija, abrió ampliamente sus brazos y su sonrisa y me dio un abrazo apretado:

-Qué rico que viniste- me dijo Sonja, mientras yo, todo turbado no me atrevía a mirar su desnudez, sintiéndome observado y evaluado por su marido, y no me atreví a abrazarla por temor a rozar su piel.

-Saluden al tío- les dijo a sus hijas, y las chiquitas con una naturalidad angelical, se acercaron para que nos diéramos un beso; yo les ofrecí mi mejilla, sin embargo, la más pequeña, de unos cuatro años, me besó en los labios, acostumbrada a besar así a su padre y sin quererlo me provocó una mayor desorientación.

Adivinando mi turbación, Sonja me tomó del brazo y me dirigió al lugar que estaban ocupando en la playa. En el corto trecho, habló de la temperatura y de la brisa, de cosas que evidentemente no requerían de una respuesta. Pocos metros antes de llegar a la toalla, se dirigió a su marido, que leía un libro, anunciándole mi evidente arribo. Éste se volteó balanceando descuidadamente su pene que sentí como una agresión y que calculé era más grande que el mío, mientras él, me ofrecía una generosa sonrisa y me daba la bienvenida, mirándome a los ojos.

Advertida mi turbación, Sonja avisó que iba con sus hijas a bañarse, quedándome sólo con el marido, quien con su mano derecha, sacudía distraído algo de arena de sus genitales, mientras me preguntaba si era la primera vez que acudía a Playa Luna. Él se acostó de espalda clavando los codos en la arena para poder mirar permanentemente a sus hijas y esposa, en el borde del mar. Su vigilante actitud de varón protector, me dio la posibilidad de mirarle nuevamente el pene para compararlo con el mío. En realidad, no era mucho más grande o tal vez sería del mismo tamaño.
Concentrado en estas críticas comparaciones que aseguraban mi virilidad, no me di cuenta cuando una joven mujer se nos acercó, quedando su vulva de abundante vellosidad a la altura de mis ojos, saludó al esposo de mi colega y le pidió fuego. Yo intentaba desviar la mirada.
Mi eventual compañero no fumaba, por lo que ella se dirigió a mí:

-¿Y tú, tienes fósforos o encendedor?, dijo mientras me enseñaba su cigarrillo.

Estaba muy complicado, porque tenía mi mirada clavada en la arena y sabía que para responderle adecuadamente, debía levantar mi vista pasando por su vulva y luego por sus pechos, hasta llegar a sus ojos. Afortunadamente, el sol en contra provocó que instintivamente entrecerrara mis ojos y, cubriéndome la frente con mi mano izquierda a modo de visera, evité ver lo que me sentía incómodo de ver. En ese tiempo fumaba, por lo que, con un poco de esfuerzo, oculté el temblor de mis manos, mientras buscaba un encendedor en mis bolsillos.
Ella se agachó sujetándose el pelo y poniendo su cigarro a la altura del encendedor, mientras sus pechos le colgaban libremente, dejándose vencer por la gravedad. Después de pegar dos o tres fuertes chupadas, de las que salieron bocanadas de humo, me preguntó, todavía agachada:

-¿Eres textil?.

Al esposo de mi colega la impertinente pregunta le dibujó una sonrisa en el semblante, mientras yo creo que ponía mi mejor cara de estúpido.

-“Textiles son los que acuden a la playa vestidos y que se meten al mar o toman el sol con traje de baño”, me explicó, entendiendo que estaba nuevamente frente al dilema de tener que desnudarme.

Mi pregunta era persistente y una sola: ¿Sería capaz de hacerlo?

-“Si no lo haces, nadie te van a decir nada, pero si miras bien, eres el único que está vestido y te pueden empezar a mirar como bicho raro”, continuó mi interlocutor.

Sacarme la camisa fue fácil. Comencé a doblarla exageradamente y la guardé en mi bolso, con una delicadeza y cuidado que nunca antes había tenido. Luego me saqué las zapatillas y los calcetines, los que también guardé con preocupación. Para darme un poco de fuerzas, respiré profundo y bajé el cierre de mi blue jeans y me aprestaba a sacarme los pantalones cuando Sonja llegó riendo con sus hijas y salpicándonos un poco de agua.

-“Mehh, todavía no te sacas la ropa”- me dijo despreocupadamente, mientras ordenaba las toallas a sus hijas y para ella misma, dejándose caer de espalda, tan larga como era y totalmente desnuda, a escasos 30 centímetros de donde yo estaba. “Ahh, esto es vida. Está rica el agua…”, fue su ultimo comentario, antes de terminar de sacudir su pelo, cerrar sus ojos y entregarse a los rayos del sol.

-“¡Bien, ahora me toca a mí!”-, dijo el marido y salió llevando su desnudez hacia la espuma, coordinando su carrera con las olas, para ingresar con un clavado, justo en la base de una ola que se había desatado para reventar en la arena.

Me sentía verdaderamente extraño. Comencé, entonces, a mirar el cuerpo desnudo de Sonja, en medio de la playa, mientras las gaviotas revoloteaban arriba de nuestras cabezas. Entonces vi el rigor de dos embarazos. Sus estrías eran como condecoraciones de ello, al igual que la cicatriz cruzada, semi oculta por sus vellos púbicos y bajo un pequeño bulto de grasa por debajo de su ombligo.
Cuando miré sus pezones me di cuenta que del borde de sus areolas salían algunos vellos castaños. Estaba preocupado de sacar el hilo suelto de una costura en mi pantalón, cuando mi colega, sin abrir los ojos me dijo:

-“Es más fácil desvestirse de una vez y ya”-, se le dibujó una leve sonrisa en los labios, una sonrisa que había sido controlada por el respeto que me tenía. Ella era capaz de respetar mis propios miedos. Después de ello, se dio vuelta, con una mano hizo dos cavidades en la arena donde depositó sus pechos y continuó tomando sol, despreocupada. A lo lejos, su marido conversaba con otras personas en medio de un grupo, todos desnudos, entre las cuales habían desde ancianos hasta niños pequeños.

“Desvestirse de una vez y ya”, me rondaban esas palabras. Recorrí mi entorno con la vista y observé que algunos me miraban, sentí que hablaban de mí, así es que lo hice, me saqué el pantalón con la ropa interior incluida “de una vez”. En ese momento, Sonja se incorporó y cubrió los cuerpos de sus hijitas con bloqueador solar y además movió dos quitasoles para protegerlas. “Niñas, quédense aquí hasta que vuelva”, les aconsejó.

Entonces se incorporó y me extendió su mano:

-¿Vamos a caminar un rato?-, me dijo, y yo sentí que algo se atoraba en mi garganta. Me tomó la mano y no pude negarme. En breves minutos comencé a sentir cómo la brisa marina recorría cada centímetro de mi cuerpo.

-“¿Más tranquilo?”-, preguntó Sonja.

-“Un poquito”-, respondí.

-“El cuerpo desnudo no tiene nada que ver con el sexo”-, sentenció mi colega.

Tres horas después, ya había caminado desnudo a lo largo de la playa en varias oportunidades, no había experimentado ninguna temida erección, me había sentido conectado con la naturaleza, pequeño como una célula en este maravilloso universo que se llama Playa Luna. Hasta había cruzado miradas con otras personas, saludándolas con un leve movimiento de la cabeza. Creo que alcancé a intercambiar tres o cuatro palabras con un joven veinteañero, hasta que de pronto me di cuenta que estaba rodeado de cuerpos, potos, piernas, penes, abdómenes, tetas, brazos, manos, pero me di cuenta también que a Sonja y a su esposo, así como a sus pequeñas hijas, desde hacía un buen rato, les venía mirando a los ojos.
Hasta hoy agradezco a Sonja su invitación. Hasta hoy, que frecuento Playa Luna con mi familia, porque aprendí a desnudarme de mis miedos y de la creencia de que el cuerpo tiene que ver exclusivamente con el sexo. Aprendí a desnudarme de aquellas inhibiciones que me enseñaron a tener desde la más tierna infancia.
Aprendí a desnudar mis prejuicios y entendí que el estar desnudo sólo molesta a quien acostumbra a escrutar al prójimo.

Sí, verdaderamente me había logrado desvestir. Estuve totalmente desnudo frente al mar.



FIN

jueves, 13 de diciembre de 2007

El Hermano



W. B. U.

Cuando fue llevado ante Dios, para enfrentar el juicio, Caín recordó para sí las muchas ocasiones en que le dijo a su hermano que no fuera arrogante, ni mentiroso.
Recordó las oportunidades en que lo veía retozando bajo los árboles, comiendo por gula y engordando. Entonces le decía que la pereza era un pecado, pero nada parecía motivarlo a cambiar. Como respuestas sólo recibía burlas y desprecio.
Descortés, ambicioso y despiadado con las inocentes criaturas de la Creación, había visto la oportunidad de aprovecharse de ellas, traicionar a Dios para gobernar la Tierra como único señor. Quería que todos le rindieran pleitesía, incluso él y sus padres.
Por ello fue que comenzó la discusión y al no entrar en razones, Abel se encolerizó y se abalanzó en contra de su hermano para matarlo; sin embargo, acostumbrado a los rigores de la caza, con agilidad felina, Caín se hizo a un lado, movimiento que hizo perder el equilibrio a su hermano que terminó cayendo por el acantilado.
Contar que su muerte fue un accidente fue impensado por Caín, ya que tendría que poner en conocimiento de todos los graves antecedentes del hecho. En su corazón siempre había anidado la bondad, por lo que no permitiría que nadie, nunca, pudiera hacer mofa de la pequeñez y los defectos de su hermano.
Entonces respiró hondo y se atrevió a entregar una versión oficial, mintiendo por primera vez…

FIN

viernes, 7 de diciembre de 2007

En el baño



W. B. U.

Fui levantando lentamente mi cabeza, mientras un murmullo monocorde me aseguraba que afuera la gente pasaba raudamente, dándose de empellones y llevando a cuestas, en todas direcciones, sus vidas y esperanzas. Mis tímidas pupilas demoraron en mirarlo a los ojos, pero cuando finalmente lo hice, vi en ellos la frialdad de una decisión inquebrantable, una decisión ya tomada, de aquellas que uno piensa que comprometen todo el libre albedrío. Pasado, presente y futuro, fundidos en una sola decisión.
Como muchas veces me había pasado, nuevamente estaba en el lugar equivocado y en el momento inoportuno. Otras veces había sabido sacarle el cuerpo a más de algún problema, pero esta vez detrás de él, por sobre su hombro derecho podía ver yo la puerta del baño y, en esta ocasión, sólo me quedaba enfrentar mi suerte. Esta vez estaba en una incómoda situación y no podría hacerle una verónica, una finta al destino.
Se cumplían las últimas semanas del año y me encontraba en el baño de la Facultad de Ciencias Económicas de la universidad. En el lugar, permanentemente hay un entrar y un salir de jóvenes estudiantes. Sin embargo, como por una sentenciosa decisión del destino, esta vez no entraría nadie más. El fatal hado de mi vida ya había lanzado mis dados y me tocaba esperar el desenlace de los hechos.
Nunca pensé que el suicidio de un hombre sería una forma de terminar con sus preocupaciones y sus problemas, si es que fuera una forma válida. Nunca pensé tampoco que tendría que presenciar algo tan escalofriante como ver a un tipo que se va a levantar la tapa de los sesos; pero allí estaba yo, sólo en un frío baño y mirándolo a él, que ya tenía el revólver apoyado en la sien izquierda. Detrás de él se veía la puerta que ansiaba. Ese dintel marcaba el límite exacto entre la anécdota más conmovedora de mi vida y la tranquilidad de mi anónima existencia. Pero era un límite al cual no podía acceder. Era un balcón inaccesible, una puerta tapiada. Mis manos comenzaron a transpirar y mi ritmo cardiaco se aceleró a mil. Un grito se atoró en mi garganta y permaneció allí, quitándome el aliento hasta provocarme una angustia enorme. Me miró con unos ojos sombríos que ya no decían nada. Eran dos esferas de acero bruñido y helado. Dos esferas que ya habían olvidado la forma de llorar. Detrás del cristal oscuro de sus pupilas sólo se adivinaba un profundo abismo de miedos y fracasos.
El silencio eterno y también profundo de aquel baño, era interrumpido por el monótono goteo de una llave, cuyos minúsculos ecos rebotaban en las paredes de cerámica. El macabro espacio era sacudido por la intermitencia algo enfermiza del tubo fluorescente amarillento que iluminaba malamente el recinto. Una extraña mixtura de hedores a orines y humedad, mezclada con los efluvios químicos marinos de aquellas pastillas que cuelgan dentro de las tazas de los baños llegaban, como una intromisión, hasta mis pulmones hiriendo impunemente mi nariz.
Sus oscuros ojos estaban ya vacíos y ni un reflejo se vislumbraba en la oscura extensión de su mirada. La otrora brillante superficie de sus ojos mostraba una opacidad que quería anticiparse a la muerte. Al atreverme a mirarlo pensé que ya estaba muerto. Tal vez la vida ya se le había ido y jalar del gatillo, en breves segundos más, era sólo un mero trámite obligado por la fuerza del destino.
En esa universidad en la que la casualidad quiso reunirnos, durante largas mañanas veía el mismo rostro. Aunque durante mucho tiempo vi en sus ojos el brillo de la esperanza y los sueños, ahora, no había nada eso. No quedaba ni un sólo rastro de lo que pudiera llamarse un poco de amor propio. Pensé, al verlo por primera vez, con el revólver apoyado en su cabeza, que sentiría miedo, pero nada de eso ocurrió tampoco. La situación era tensa y yo nunca me había imaginado vivir una experiencia así.
Afuera, me esforzaba en imaginar, el sol debía estar cayendo de lado sobre los árboles y estar pintando miles de sombras sobre el césped.
Siempre me caractericé por ser algo tímido, quizás hasta cobarde, pero me excitó el saber que estaba deseando verlo cuando se levantara la tapa de los sesos y su vida se le fuera violentamente, como un estornudo, como un orgasmo infame, como un relámpago al cual le seguiría una noche tenebrosa y el silencio. Pensé que tal vez sería prudente retroceder, para verlo mejor. Él también retrocedió.
Me desconocía. Nunca antes había sentido ese gustillo morboso que ahora me excitaba. Quizás mi madre sentiría vergüenza de los sentimientos y aún deseos de su hijo, que tenía por fama el haber sido siempre tan empático. Pero ya hacía mucho tiempo que había abandonado el calor y la seguridad del hogar y las cosas inevitablemente cambian. Las cosas cambian, así como los sueños, y sin pensarlo, estaba yo en una tribuna privilegiada, solo en un baño, presenciando el suicidio de un hombre. Nadie tendría que contármelo, lo iba a presenciar. Ya no sería el segundón que siempre fui y que siempre estuvo lejos de lo verdaderamente importante, de lo realmente significativo. Ahora nadie me tendría que decir cómo era un suicidio y tal vez esta experiencia extrema sería un reiterado tema de conversación en el que por fin estaría en el centro de la preocupación de los demás.
La cabeza, sin embargo, estaba a punto de estallarme. Cada latido de mi corazón retumbaba en mi cabeza, hacían sacudir mis sienes. Parecía que el corazón se me escapaba del pecho cuando comencé a verlo como apretaba lentamente el gatillo de su revólver. En esos momentos, la suerte de toda una vida dependía de la fuerza de un solo dedo. Su respirar era cansado, abandonado al delirio de la entrega, porque eso hacía, se estaba entregando cual mártir de su propia ignominia, porque a pesar de sus relativos éxitos el saldo final de su vida era considerado un fracaso. Yo no quería gritarle que se detuviera. Tampoco tuve la valentía de lanzarme sobre él y arrebatarle el arma. El martillo se iba lentamente hacia atrás mientras la nuez comenzaba a girar. Mis ojos se fijaron en el reluciente reflejo del metal, el cuadro que veía estaba lleno del metal negro del arma. Yo intentaba adivinar cuando se desencadenaría todo, intentaba precisar el momento exacto en que el martillo del revólver dejaría de abrirse para comenzar su violenta liberación hacia delante, hacia el fulminante de la bala que esperaba con paciencia de bronce en la recámara…

El detective que realizó el peritaje también sacó muestras de la sangre que había salpicado el espejo del solitario baño.

FIN

domingo, 18 de noviembre de 2007

El disco viejo



W. B. U.



…nas tengo de llorar, si con llanto quiero ahogar esta pena que me ma’nas tengo de llorar, si con llanto quiero ahogar esta pena que me ma’nas tengo de llorar, si con llanto quiero ahogar esta pena que me ma’nas tengo de llorar, si con llanto quiero ahogar esta pena que me ma’nas tengo de llorar, si con llanto quiero ahogar esta pena que me ma’nas tengo de llorar, si con llanto quiero ahogar esta pena que me ma…


FIN

sábado, 17 de noviembre de 2007

La Abuela









W. B. U.

Allí va y allí viene, incansable, la silueta de la abuela. Tiene 106 años y hace poco menos de veinte quedó viuda. Yo la miro y veo el despropósito. ¿Cómo es posible que siga viviendo con esa vitalidad, y a qué costo? Porque sé de su artritis, de sus cataratas, de su avanzada sordera y de otras afecciones propias de los años.
Su vida le cuesta, pero ella, como siempre ha sido, mástil de la más noble madera, hace transcurrir los minutos del día con canciones aprendidas hace más de un siglo.
--Abuelita--, le grito al oído mientras le acaricio tiernamente esas escasas trazas plateadas que le dejan entrever la redondez del pequeño cráneo— pero callo el resto de la pregunta, porque frente a su vitalidad, no me atrevo a hablarle de muertes.
Ella, la supuestamente frágil señora que apenas se empinó sobre el metro y cincuenta y que ya ha perdido diez centímetros a causa de una reumática joroba que la quiere hacer caer, me sonríe un tanto absorta en la lejanía de sus recuerdos.
Ella, la abuela de tantos, ya ha sepultado a tres hijos, a quienes les dedicó las mejores pompas fúnebres, los mejores halagos. Ella, ya ha sepultado nueras, sobrinos, hermanos, y a su marido por 65 años. Ahora, se arrima a la ventana y mira el paisaje con los ojos del recuerdo y lo ve sin edificios, ni calles en las que pululan modernos automóviles y microbuses, en medio de una ensordecedora cortina de bocinazos.
Me pregunto entonces, ¿qué propósito la mantiene aferrada a esta vida? Y ella me adivina y deja resbalar las palabras casi con vergüenza…

…ay mijito, y pensar que todavía tengo que sepultarte…


FIN

miércoles, 31 de octubre de 2007

En coma


W. B. U.

Comencé a oler ciertos aromas a penicilina y otros intrincados medicamentos. El ruido del trajín hospitalario hacia de consorte a mi largo sueño, pero sabía que tenía que despertar. Las voces que venía oyendo hacía varios días desde la nebulosa en la que me encontraba, me resultaban un poderoso imán que me conectaban con la familia de la cual siempre me sentí responsable. Sentía el dolor lacerante en mis piernas suspendidas por pesados plomos. Cuando abrí mis ojos ella estaba allí, paciente, sentada al borde de mi larga e incierta agonía.

FIN

miércoles, 10 de octubre de 2007

Campeona del Zapping


W. B. U.

De día te devoras los programas de televisión,
campeona del zapping,
y se te va el día venerando a tus ídolos
viéndolos reír, pelear y coger con uno y otro.
Las oscilaciones de sus vidas te las sabes al dedillo,
pero nunca te has preguntado
por qué te fabrican estrellas de luces multicolor,
por qué los canales de televisión
y las radioemisoras se convierten en dioses creadores
no te preguntas nada, sólo consumes,
no te preguntas siquiera
por qué esos ídolos contestan siempre
dejando puertas abiertas,
para nuevas preguntas que no tendrán respuestas…
Y tú, sin saberlo, sin reflexionarlo siquiera
buscas esas respuestas en las revistas
y en los matinales de televisión,
haces ofrendas diarias a tus dioses,
los alimentas comprando tickets on-line
para no corromper el orden lógico de las cosas…
Y tú dejas de alimentarte bien,
pero te pintas perfectamente las uñas y te arreglas el pelo
para estar con ellos,
te perfumas el coño para ofrendarte,
para formar parte de su séquito.
Entonces comienza el ritual
y gritas histérica hasta que llega la noche
y te ves obligada a abandonar la platea,
porque todo termina pronto…
Entonces la magia se evapora y te recibe la soledad,
las sombras frías de una madrugada incierta,
el hambre que te ladra en las tripas,
los orines que inundan tus pasos,
y como tienes ganas también te agachas en las aceras,
en calles cubiertas de vómitos de borrachos…
Y llegas ebria, tambaleante y mal comida,
a encontrarte con unos padres que duermen y seguirán durmiendo
y mientras todo te da vueltas
en una cama con sábanas arrugadas,
te enfrentas con la realidad silenciosa,
te enfrentas con el miedo…
y el vacío inmenso…

jueves, 20 de septiembre de 2007

Sin esperanzas






W. B. U.


Cuando las autoridades se atrevieron a confirmar al mundo que el meteorito McWright-Harbour 2034, proveniente de la nebulosa Noort Böe, definitivamente colisionaría con el planeta Tierra en sólo cincuenta días más y que no había tecnología suficiente como para impedirlo, supo que su esperanza era la que había sustentado durante muchos años el sentido de su vida, porque ahora sentía que la estaba perdiendo para siempre.
Miró al cielo y lo vio, colgado y rojo como una gran estrella, arriba del horizonte. Tenía la mitad del tamaño lunar pero crecía a cada día. Cuando miró hacia abajo, vio una pléyade de seres vulnerables desesperados y perdidos. Agobiada carne de muerte, matándose entre sí desde que los océanos habían comenzado a elevar su nivel, sumergiendo a Manhattan, Tokio, Valparaíso y todos y cada uno de los puertos del planeta. A escasos metros de la nueva costa, en Punta Arenas, sólo quedaba visible el torso de Hernando de Magallanes y algunos techos de los edificios cercanos. La temperatura se mantenía en un promedio de 42 grados Celsius en el planeta, superando los 68 grados en Atacama, por lo que cientos de especies animales y vegetales ya habían desaparecido.
Entonces miró hacia el cielo rojizo y vio la luna quieta, pálida y fría, aquella que en su infancia parecía un queso. Intentó buscar con la mirada el rastro que indicara dónde se había instalado la base espacial que había sido habitada por 243 privilegiados norteamericanos, algunos europeos y muy pocos japoneses y chinos.
Entonces miró a su lado y la vio demacrada, con minúsculas gotitas de sudor frío haciéndole brillar el rostro. Él tenía sed igual que ella, pero no había querido rebajarse a la locura de matar por esa agua verdosa, como lo estaban haciendo los desesperados que aún tenían la fuerza suficiente, para comenzar a morir luego de unas cinco o seis horas, después de ingerir el líquido durante mucho tiempo envenenado por tantas toxinas y radiación.
Ya todo estaba perdido, quedaban cincuenta días para el impacto final, pero él sabía que nadie estaría vivo para verlo. Los vientos huracanados superiores a 300 kilómetros por hora terminarían por matar todo vestigio vivo antes del impacto.
Entonces arrancó una hoja de un Nuevo Testamento que los Gedeones habían repartido, tiempo atrás, como única salida. Comenzó a enrollarla y le prendió fuego después de acercarla a sus secos labios.
Ellos estaban sobre la azotea de un edificio mirando lo que les quedaba de planeta. Ella miraba el paisaje a través de sus lágrimas. Él dio una fuerte bocanada y expulsó el humo lenta y prolongadamente, para preguntarle:

-¿Qué vas a hacer mañana?

La respuesta no se dejó esperar y fue una sola:

-Seguir muriendo…

FIN

lunes, 10 de septiembre de 2007

La víctima



W. B. U.

-Llorai como un perro, comunista culia’o, ¿No te creíai tan valiente cuando vos y tus amigos nos tenían en las listas de exterminio?-, así le dijo mi cabo cuando lo sacó del auto y lo arrastramos unos metros hasta meterlo dentro de la casa abandonada que habíamos descubierto y utilizado en el campo, no lejos de la ciudad.
Yo acompañaba a otros tres colegas, cada uno con su pistola de servicio. La noche había caído rápido sobre los campos y una densa neblina hacía que los haces de luz del auto se perdieran en una virtual cortina blanca, a no más de siete metros de distancia, iluminando así ineficientemente el camino.
Mi sargento, que se encontraba en la casa, nos recibió con una sonrisa y un saludo. Al detenido le dio un culatazo en pleno rostro. Un culatazo que no pudo ser esquivado, porque se encontraba vendado e indefenso. Él tiritaba y lloraba, mientras yo me encontraba excitado, porque esa había sido mi primera misión.
Mi sargento comenzó por hacer que lo desnudáramos y lo amarráramos al catre, luego él mismo lo mojó, lanzándole un balde y comenzó a interrogarlo. El delgado profesor de filosofía decía que no sabía nada, pero mi sargento le decía que sí.
--Aquí cagaste, hueón, aquí vai a tener que largarla toda--, le gritaba mi sargento, mientras se le inyectaban los ojos de un color rojo que no se puede describir. Después, para comprobar que el equipo funcionara le aplicó el fierro en las costillas. Yo sentí en ese minuto una confusa sensación. No creía que un cuerpo pudiera torcerse de esa manera.
--Dime la firme hueón, porque la siguiente va a ir a los cocos--, sentenció mi sargento y a mí me recorrió la espalda, de arriba abajo, una corriente fría. Instintivamente apreté un poco mis piernas.
La noche aquella fue demasiado larga. El profesor sólo lloraba y pedía piedad. Quería ver a su esposa y a su hijita. Las llamaba por sus nombres, pero yo quise olvidarlos. En algunas ocasiones lo sorprendí diciendo bien bajito y con una infinita resignación: “mamita…, mi mamita…”.
Sin embargo, mientras él iba muriendo en mí se iba abriendo una profunda herida, una úlcera que no he podido sanar, que me ha gangrenado el alma y por la cual ni siquiera merezco la menor compasión. Tal vez algún día, si la vida me acompaña, yo mismo pueda alcanzar a compadecerme. Quizás pueda llegar a perdonarme.
Al final, señores jueces, lo único que puedo decir es que sí, yo fui uno de sus asesinos. Todavía me atormentan, cada noche, antes de que me venza el sueño, sus gritos desgarradores. Todavía lo escucho cuando se ahogó con su propia sangre. Pero, después de todo, creo que él fue más afortunado que yo. Él murió después de doce horas de interrogatorio y yo, desde esa noche, vengo muriendo cada día, sin poder esconderme de mí mismo, sin poder escapar de esta vergüenza, cuando escucho a mi pequeño hijo decirle a mi esposa: “mamita…, mi mamita…”. En esas ocasiones, al acostarme, siento un temblor en mis testículos, en mis dientes, en mis costillas, siento el culatazo en mi frente, siento mi cuerpo arrastrado por un camino oscuro, porque de algún modo, aunque no sepa explicarlo, con el paso de los años, yo me he convertido en la víctima”.
FIN

El renacer



W. B. U.

Cansado de tanta rutina, tantas planificaciones, tanta responsabilidad, tanto enjuiciamiento pertinaz, Enrique dejó botado su trabajo, llenó a la rápida algunas maletas y las emprendió al sur. Su automóvil recorrió confiado los 500 kilómetros que separaban el mundo que dejaba atrás del nuevo ambiente, un bucólico paraje a los pies de la cordillera.
En cuanto llegó, bajó y pudo percibir claramente el agridulce olor a la bosta de vaca, entre zumbidos de abejorros y tábanos. Se sintió feliz. Había decidido vivir, con inusitada pasión, en la eternidad magnífica de cada instante.

FIN

miércoles, 5 de septiembre de 2007

El desconocido





W. B. U.

A ese tipo desconocido lo venía mirando desde hacía bastante rato. Estaba justo en frente mío, cuando me fijé en sus detalles y me di cuenta que era un hombre absolutamente extraño para mí. Sin embargo, algo me decía que lo había conocido en algún tiempo. Un tanto envejecido y de pelo cano, se notaba que su energía juvenil se había ido ya hacía bastante tiempo y que me llevaría una delantera de unos quince años. Pensé que debía ser un anónimo oficinista, aplastado lentamente por el peso de la rutina. Su rostro no mostraba más que el abatimiento de una vida sin pretensiones, escurriéndose lentamente, como la miel del esfuerzo derramada sobre la mesa del infame anonimato. Entonces, sonaron los altavoces, se abrieron las puertas del tren y se apareció ante mí la larga escalera que me comunicaba con la transitada calle. Abajo, sólo el zumbido sordo del tren que era tragado por la siempre hambrienta boca del túnel. Arriba, el bullicio, las luces y los rostros desconocidos. Arriba también me esperaban largos listados de clientes y balances que cuadrar, lo que haría rápido, con la vitalidad que siempre me ha caracterizado. Respiré casi sin darme cuenta y avancé arrastrado por una manada de funcionarios tristes. Por suerte la escalera mecánica estaba funcionando.

FIN

domingo, 2 de septiembre de 2007

El agricultor olvidado




W. B. U.


En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no puedo acordarme, hace mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero. Una mañana, cansado de tanta lectura de cuentos de caballería, decidió quemar sus libros y dedicarse por entero a la labranza de su hacienda. Gracias a ello no enloqueció y vivió bien, como todo un terrateniente.
Rosado y gordo, le fue ganando algunos años a una vida tranquila, hasta que un día murió junto a los suyos y fue sepultado, a la usanza de la época, a escasos metros de la capilla del lugar y junto a cuatro grandes molinos de viento. Hoy nadie lo recuerda, porque su vida se enmarañó en las bucólicas jornadas del campo. Su vida quedó sepultada por un cúmulo de hojas de calendario y los viejos molinos de viento están siendo demolidos para construir, justo por allí, una nueva carretera.

FIN

domingo, 26 de agosto de 2007

En la parada de autobús



W. B. U.


Yo lo vi durante seis años venir a sentarse tardes enteras a la parada de autobús que quedaba enfrente de mi oficina. Había pasado internado dos meses en el hospital luego de aquel accidente ocurrido en esta misma esquina y que me sobresaltó cuando, cabeza gacha y ensimismado, realizaba un balance de caja. Cuando levanté la cabeza, sólo vi un gran camión tolva que había pasado por encima del bus con pasajeros. Se le habían cortado los frenos dijeron algunos y la cuesta por la que venía bajando era muy pronunciada.
Las ambulancias se llevaron a los heridos, entre los cuales estaba don Ernesto, conductor estimado por todos los que en alguna oportunidad fuimos sus pasajeros. El procedimiento policial continuó por varias horas y pude presenciar el macabro rescate de varios cuerpos sin vida, entre los cuales estaba el de la esposa e hijas del amable conductor.
Un estado de coma impidió que don Ernesto asistiera al sepelio de los suyos, por eso no resultó extraño que en cuanto salió del hospital caminara, como un zombie, hasta la parada de autobús donde, en la soledad de un anonimato impuesto por la preocupaciones individuales de los transeúntes, pudo dejar caer sus primeras lágrimas.
Y así continuó ocurriendo, cada tarde, a la misma hora de siempre, don Ernesto llegaba bien vestido y se sentaba para iniciar una espera mansa. Cada cierto rato miraba hacia su izquierda, a lo largo de la calle. Resultaba conmovedor verlo dejar pasar a todos los buses que se detenían y le habrían las puertas. Sus colegas de antaño le dirijían algunas palabras, las que él contestaba con una sonrisa apenas dibujada en medio de un rostro de eterna tristeza, que lo alejaba del mundo.
Después del accidente transcurrieron seis años de magnífica rutina. Seis años en que cada día se repetía exactamente igual, independientemente del clima, el viento, el frío o la lluvia. Don Ernesto lo soportaba todo y cada cierto rato levantaba su cabeza, abandonando por segundos sus meditaciones, y miraba hacia el infinito de la calle. Hasta que de pronto lo vi. Yo lo vi, creo que he sido el único en verlo en esta transitada calle y no me he atrevido a contarlo hasta hoy.
Había terminado uno de mis balances y dejé mis anteojos sobre el escritorio. Me estiré sobre la silla para sacarme el cansancio de la espalda y crucé la mirada hacia la otra vereda como lo hacía tantas veces en un gesto sin sentido, para encontrar su figura incrustada ya en el paisaje. Fue entonces cuando advertí que, por primera vez en seis años, don Ernesto había esbozado una sonrisa que le iluminó el rostro. Yo lo vi levantarse y sonreír. Se acercó al borde de la acera y levantó su mano en una calle vacía. Entonces lo vi sonreír, detenerse un instante, abrir sus manos con afán de agarrarse firmemente de un pasamanos imaginario, levantar un pie como para subir una imaginaria escalera y desaparecer...

FIN

sábado, 25 de agosto de 2007

La mujer invisible





W. B. U.



A Fabiola la convencieron rápidamente y se enclaustró en las monjas para ser educada. Penetró la gruesa puerta y los sombríos barrotes con algo más de seis años, y una celeridad y un silencio sobrecogedor, propio de alguien que ya tiene una larga experiencia de autocontrol. Sistemáticamente su omnipresente padre hizo de ella una hacendosa niña, quien como un reseco cartón fue absorbiendo la humedad de las paternales enseñanzas hasta generar en ella su inquebrantable vocación de mártir.
Luego fue ofrecida en matrimonio. Se casó con alguien que le dijo qué hacer, cómo, cuándo y dónde hacerlo. Y ella aprendió silenciosamente a sentir el magnífico orgullo de estar detrás de un gran hombre. Tiempo después serían los hijos quienes la pusieron más atrás aún y ella se fue quedando sola, lentamente, silenciosamente, a la sombra, hasta palidecer.
Y se descoloró tanto que sus manos comenzaron a ser casi cristalinas. Primero pudo ver sus vasos sanguíneos a través de la piel. Luego, fue su propia carne la que permitió traslucir los rayos solares que penetraban su cuerpo. Años después serían los rayos de la luna los que la atravesarían cada vez con mayor facilidad. No había necesidad de llamarla ni pedirle ninguna cosa, porque su compromiso de esposa y madre le hacía anticiparse a las necesidades y requerimientos de su esposo e hijos. Ella ya estaba ahí, antes de que se anunciara la necesidad, por lo tanto nadie la llamaba, nadie la extrañaba porque no quedaba tiempo, estaba siempre allí, silenciosa y atenta, siempre en torno al marido y los hijos, como una presencia fantasmal, como una medusa flotando en torno a las piernas de un bañista, totalmente transparentada. Tanto que igual se fue perdiendo entre los muebles y accesorios de la casa que atendía con muda pasión y premura. Se perdía, y cada vez costaba más encontrarla. Se había convertido, sin darse cuenta, en otra mujer invisible.

FIN

lunes, 20 de agosto de 2007

El sueño



W. B. U.



Su soledad era tan grande como el pañuelo de seda que le habían regalado y ya el vacío casi perpetuo en el que se encontraba desde hacía meses, lo mantenía agobiado. Su conducta social era áspera y de un retraimiento propio del más cerril de los campesinos.
Sumido en las sombras más profundas de su cansancio, pero motivado por una necesidad tan imperiosa como recóndita, estaba Hernán soñando una vez más aquella noche. Como víctima de un febril delirio, despertaba una y otra vez y volvía a quedarse dormido para continuar un sueño testarudo y perseverantemente continuo, en el que un joven trigueño, delgado y de cabellos despreocupados, iba tomando forma y se le aparecía, cada vez más definido, en medio de un sinuoso camino rodeado de jardines.
En su inagotable deseo de compañía, Hernán estaba empeñado en utilizar el poder de la palabra para crear de sus sueños a otro ser humano, para darle vida a quien le acompañaría a ver transcurrir lentamente el calendario. Sólo para él, como un adolescente que descubre la potencia del amor. Su palabra era dicha e imaginada en sueños, perseverante y decidida, tan testaruda como el Obelisco de la Avenida 25 de Mayo, su palabra era tenaz como un ruego.
Entonces, en el limbo de su conciencia, quería quedarse dormido cuanto antes, dejándose abandonado en el mar oscuro de su soledad, para que lo venciera nuevamente el sueño. Su palabra creadora en forma de ruego, comenzaba a trepar desde una soledad profunda, desde un abismo atlántico, elevándose como letanía encadenada en una rogativa seria y misteriosa. Su invocación monocorde doblegaba la quietud de sus dormidos labios y comenzaba a musitar suavemente el nombre de su creación, un muchacho que sería la compañía idealizada con la cual derrotar su soledad.
Entonces su palabra soñada fuertemente y musitada por unos labios dormidos se convertía en el verbo creador, dando forma a un vacío que intuía y se convertía así en un tímido dios, jugando a la creación.
Pero entonces surgía un ruido impertinente, un fastidioso accidente en el silencioso universo de su pieza y Hernán despertaba, transpirado, ansioso y molesto, incitado por su sublime esfuerzo de crear a un nuevo ser humano que lo acompañaría para siempre, que sería esencialmente fiel consigo mismo y con su soledad infinita. Él sabía que faltaba poco para que su palabra, su verbo creador se hiciera carne, formando con su creación una nueva e intrínseca relación, porque su creatura sería una persona, un otro que lo amaría como él ya intuía amarlo. Y su relación sería un nuevo Espíritu Santo, sería la máxima y plena expresión del amor infinito y veraz entre dos personas, que serían una.
Pero así como faltaba poco para lograrlo, faltaba poco para que llegara el día. Los cielos de Buenos Aires comenzaban a teñirse del grisáceo resplandor que viene desde las más lejanas superficies del Océano y Hernán sintió miedo de no poder lograrlo. Sabía que tenía que empeñarse aún más en su esfuerzo y recurriendo a las últimas fuerzas de una agitada noche, se obligó a dormir para encontrar inmediatamente a su joven amado tendido en el prado de su jardín. Allí él estaba cómodo y seguro, como nunca, pero esta vez él sabía que no podía despertarse, porque si lo hiciese el alba ya habría llegado y todo su esfuerzo se perdería en el arrollador torrente de la conciencia. No, él no se permitiría despertar. Despertar suponía enfrentarse a una soledad que lo carcomía insensiblemente, por lo que decide acercarse al joven, en medio del jardín y de sus efluvios primaverales.
Él comienza por acariciarle un torso desnudo y corpulento y la sonrisa es correspondida, pero lejos de ese jardín, detrás de los altos abetos comienza a crecer lenta y sostenidamente el ronco y metálico ronronear de un reloj-despertador. Es el trabajo que llama, la oficina que llama, esa realidad abyecta que lo envilece sin compasión y a cada minuto del día es la que lo está llamando, insistentemente, desde la campanilla del despertador. Hernán se desespera y se oculta entre los arbustos de su jardín. Toma de la mano a su joven creación y deja que éste lo cobije con un brazo musculoso y lleno de vigor. Entonces mientras el sonido del despertador pretende destrozar la armonía del jardín, Hernán se entrega a un beso que lo borra todo, se entrega a un beso mágico que vuelve mudo ese maldito ronroneo metálico y por primera vez es feliz, es tan inmensamente feliz que todo ha desaparecido. Han desaparecido las preocupaciones, los miedos. Ha desaparecido el sonido del despertador y su jardín, ha desaparecido su joven compañero y ya solo, cree todavía sentir el vigor del robusto brazo, porque ahora todo es oscuridad y silencio…
El detective corre la cortina del cuarto para dejar entrar la luz, pero es la sonrisa en el rostro del cadáver de Hernán la que ilumina la triste habitación. Está muerto sobre su cama, sin lesiones aparentes atribuibles a terceras personas que explicaran su deceso. Como un presuroso juicio, el detective anotó en su libreta: “como si no hubiese querido despertar” y se fijó en una sutil sonrisa que le había quedado grabada en los labios. Era una sonrisa que daba cuenta de haber encontrado la más absoluta felicidad.


FIN

La loca





Walton Beltrán Uyevic



Gracias a tres antiguas ampolletas amarillentas, el pasillo se hacía larguísimo y somnoliento. El olor de los analgésicos y psicotrópicos que aletargan como la noche, se percibía en el aire, fácilmente. Las paredes estaban forradas con un tapiz de seguridad blanco y sobre cada uno de los pequeños vidrios de las puertas, por ambos lados, había una pequeña malla de acero para prevenir cualquier accidente o intento de suicidio.
Al final del corredor se encontraba la sala que era ocupada por la loca que lloraba, como una princesa maldita secuestrada en la torre de un castillo, rodeada por el sólido granito de su recuerdo. Ella era todo un personaje. Desde el primer día de su internación había llorado en silencio, había recibido sus medicinas sin chistar, sin el menor atisbo de rebelión.
Ahora lloraba todo el día. Era lo único que hacía. Nadie sabía por qué se había abandonado literalmente al llanto. Por estas razones, sobre ella se habían comenzado a tejer las más insólitas, románticas, fantásticas y descabelladas versiones que explicaran su conducta. Yo mismo la vi llorar catorce veces en un mismo día.
Ella lloraba casi en silencio. Era un llanto apacible, entregado, sin reclamo.
Un día, transgrediendo todos los protocolos de seguridad, abrí la puerta e ingresé. Ella estaba acostada boca abajo. Bueno, boca abajo es sólo un decir, porque ella en realidad, tenía su cuello doblado a la izquierda, respiraba libremente y de su ojo superior brotaban mudas lágrimas que avanzaban superando la colina imaginaria en que se había convertido su tabique nasal. Sus lágrimas caían ligeras, en la cavidad del otro ojo, que se había convertido también en una fuente desde la que manaban parsimoniosamente un torrente de lágrimas mudas. En un momento creí haber visto dibujarse en su rostro una leve sonrisa en cuanto me puse sobre su campo visual, pero no. Había sido sólo ilusión óptica.
Entonces me acerqué y le pregunté directamente:
-¿Por qué lloras?-, lo hice sin abrigar demasiadas esperanzas.
Entonces ella comenzó a mover casi imperceptiblemente sus labios, manteniendo fijos sus ojos, perdidos en el vacío. Pasaron algunos segundos antes de que me diera cuenta que estaba respondiéndome, entonces acerqué mi oído y puse toda la atención de que soy capaz.
-… y porque todo lo que entra, sale. Y lo que te enamora en un segundo, tardas una vida en olvidarlo…- ella respondió casi musitando y fue todo lo que alcancé a oír.
Lamentablemente, no sabía que al abrir la puerta se activaba el sistema de alarmas, por lo que fui sorprendido por el ruido sordo de pasos que se acercaban a la carrera.



FIN

sábado, 18 de agosto de 2007

La micro



Walton Beltrán Uyevic




Subo, una vez más, como siempre, después de la aburrida Jornada Escolar Completa y apenas miro al chofer. Es un rostro sin esencia, que nunca me detendré a observar, menos hoy que llevo un hambre que me reclama en las entrañas. A la micro le llaman, con justa razón, “la rompehuesos”. Traquetea sobre el asfalto infame que se descascara y las calcomanías son un arcoiris de información que se pega a la pared interior, entre garajes y recarga de extintores, entre articulados, prohibiciones ministeriales y hedores de axila. Termino de leer por enésima vez: “… dirija el chorro a la base del fuego” y sólo entonces, cuando levanto mi cabeza, me doy cuenta. ¡Qué pena, la vieja! La micro va llena y se tiene que ir parada. Miro por la ventana unos gastados paisajes y siento pena por ella. Nadie le da el asiento…

FIN

El bisabuelo



Walton Beltrán Uyevic



El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar amaneció resfriado. Hizo cama mañana, tarde y noche, le llevaron aguas calientes de todo tipo de hierbas y hoy, a sus 84 años, juega dificultosamente con sus bisnietos…

FIN

jueves, 16 de agosto de 2007

El grito




Walton Beltrán Uyevic

Él siempre había tenido un obstinado proceder. Siempre había hecho lo que había querido, sin mayor límite moral que el de su propia conveniencia. Ya condenado, saltó la acequia con sus pies engrillados, hacia el paredón. En el tramo de doce metros del viejo patio carcelario, no se escuchó ni un solo lamento en esa fría madrugada. Había sido un asesino por gusto y, cansado de una vida de ocultamientos, se había dado el gusto de entregarse a la Justicia. Cuando vio titubear al Oficial, miró con ojos acerados a los fusileros, sonrió con una mueca casi imperceptible, hinchó su pecho y se dio el gusto de gritar: -¡Fuego!

FIN

martes, 14 de agosto de 2007

El empresario




Walton Beltrán Uyevic



El melancólico maquinista Jorge Teillier había jalado la cadena que colgaba de la cabina de su negra locomotora y el largo pitazo pasó del sobresalto a convertirse en un guijarro cayendo lenta y tristemente en el profundo pozo de la tarde. El fuerte estruendo se fue perdiendo con pereza hasta convertirse en un manso silencio detenido en medio de una cincuentena de casas de madera transpirada.
El pueblo dormía la siesta cubierto por un manto de grises nubarrones de los cuales se desprendían millones de partículas que lo mojaban todo. La llovizna, que movía el viento, tenía el olor penetrante del humo resinoso de los cipreses y avellanos.
Cuando el esférico cuerpo del empresario bajó del tren sintió el viento helado de la tarde abofeteándolo desaprensivamente en el rostro, mientras en forma inmediata el largo convoy comenzaba a moverse, entre humos y vapores, bufando como un boxeador cansado.
Por la estrecha ventana de la locomotora, Jorge Teillier sacó su rostro pálido y dio una última ojeada a la pequeña estación que dejaba atrás, paladeando ya el vaso de vino tinto que lo recibiría, con el inconfundible sabor cauquenino a parra de rulo, al llegar a Temuco.
El empresario salió de la pequeña estación, breve como un sueño quebrantado, y se dirigió por la amplia calle de tierra a interrumpir la impenitente siesta de la única hostería del pueblo. Pensó que, nuevamente, al abrir la puerta, sonaría la campañilla de bronce que colgaba del dintel, pensó que el gato despertaría y se estiraría, arqueando su espalda y abriendo a toda capacidad su pequeño hocico, para mostrar filosos y blanquecinos dientes y colmillos. A los pocos segundos aparecería doña Mercedes con su inconfundible delantal humedecido a la altura del vientre y secundada por suculentos aromas que emanaban desde la cocina. Ella le diría:

--Buenas tardes, don Víctor, parece que esta temporada será más tempranera. Los peones lo están esperando desde la semana pasada. Oiga, usted, cada día está más gordito, ehh.

La última sentencia sonaría como un reproche, pero no le molestaría, porque estaba feliz, ya que esta temporada la tala se mostraba auspiciosa y ganaría buen dinero. Todos ganarían buen dinero, y esta vez los peones serían más de cien, lo que correspondía a más de cien las familias que verían con buenos ojos la llegada del señor Garmendia.
Sin embargo, a poco de salir de la estación, un fuerte y penetrante dolor le obligó a llevar su mano al centro del pecho y lo dobló como si un cansado ventrílocuo doblara su muñeco de trapo, después de finalizada la función. Este dolor fue tan intenso que perdió la conciencia por pocos segundos, los suficientes como para caer y rodar por el suelo en medio de una calle fangosa.
Al cabo de unos segundos, fue el mismo dolor, como un barrote de acero al rojo vivo atravesándole las entrañas, el que le hizo recobrar el sentido y se vio con el rostro totalmente cubierto de barro. Al apoyar sus manos para reincorporarse, sintió como sus dedos se desplazaban a través de un oscuro y blando queso que habían batido las ruedas de las carretas, en medio de la calle, durante las últimas lluvias del fin de semana.
Intentó entonces salir gateando de en medio del lodazal, pero un nuevo y lacerante dolor lo inmovilizó, haciéndolo caer otra vez en el charco. Aprovechó la caída y con las pocas fuerzas que le quedaban giró para desplomarse de espaldas. Arriba los grises nubarrones que se desplazaban rápidamente contra el blanquecino celeste del cielo, le mostraban que estaba sumido en su suerte.
Supo entonces que estaba muriéndose, que le había llegado la hora. Lejos de los suyos. La muerte, en forma de un dolor maldito, le había hecho la encerrona a cientos de kilómetros al sur de la capital, donde su familia gozaba de las garantías de una fortuna construida sobre la base de mudos y anónimos esfuerzos de campesinos y peones analfabetos de la Araucanía.
Intentó gritar, pidiendo ayuda, pero ni un solo sonido salió de esa garganta acostumbrada a apurar decenas de flojos peones. Su rostro y su pelo se hundieron en medio del lodo y, agobiado por el dolor, parecía que respirar fuera toda una hazaña.
Tras algunos segundos, avanzó heroicamente cuatro o cinco metros, hasta quedar con medio cuerpo encima de la acera peatonal, a no más de cincuenta metros de la puerta de la Estación. Ni un alma había visto como el grueso cuerpo del señor Garmendia se doblaba y caía en medio del lodazal. Tampoco lo habían visto arrodillado y suplicante.
Poco a poco, la gente comenzó a salir de sus casas y miraba primero hacia la estación, para después caminar hacia la Hostería y tras comprobar que no había llegado el empresario, iniciar un tímido trayecto hacia el andén y las pequeñas construcciones de maderas sostenidas por el grandilocuente nombre de... "Estación".
Cuando lo hicieron debieron pasar por el lado del cilíndrico cuerpo de un infeliz que yacía embarrado sobre la acera peatonal. Una vecina se quejó que cómo era posible que alguien se emborrachara tan temprano. Otro, empujándolo con el pie, lo sacó de la vereda para que el Señor Garmendia no se vaya a fastidiar, porque a él le gustaba la gente trabajadora. Otros, ya en el andén y mirando en una y otra dirección, hasta el punto exacto en que los rieles jugaban a unirse en un punto mágico, decían: --"Qué raro que no haya llegado el Señor Garmendia, si sentimos sonar el silbato del tren hace ya varios minutos y él había anunciado su llegada para hoy...".

FIN

lunes, 13 de agosto de 2007

El semáforo



Walton Beltrán Uyevic

El pobre perro se me acercó moviendo suavemente su cola, pero al ver que en esta oportunidad no tenía la acostumbrada galleta, se fue como si nada. Yo me acercaba al semáforo de la Avenida Independencia con Poeta Pablo Neruda, en esta ciudad que me ha adoptado desde hace unos 20 años y realmente no sabía qué pensar. Me había enamorado, aún contra mi voluntad, porque había decidido terminar primero mi doctorado y reubicarme laboralmente. Estaba casado y me había enamorado nuevamente. Pero esto a veces pasa.
Cuando abrí el ejemplar del diario, las primeras gotas de lluvia mojaron las páginas de avisos económicos, anticipando el diluvio que vendría después y yo, con este desconcierto total en mi cabeza, había olvidado salir con algo más protector que la simple chaqueta de lanilla “Príncipe de Gales”. Es que, desde mi primera juventud, cuando mi corazón se enamoraba era capaz de perder hasta la cabeza. Sin embargo, lo más difícil de todo no era haberme enamorado, sino cómo contárselo a mis ancianos padres, a mi esposa y a mis hijos, ya que sabía que todos sufrirían y que, ciertamente, no eran merecedores de aquello.
La lluvia ya comenzaba a aglutinar mis cabellos, dejando al descubierto una incipiente calvicie, la cual se iluminaba alternativamente de verde, amarillo y rojo. El agua me caía sin el menor resguardo bajo el semáforo, pero estaba inmerso en mis cavilaciones, intentando descubrir qué es lo que había pasado entre mi esposa y yo, entre mis hijos y yo, qué gran distancia es la que promovían los años y la educación tradicional y victoriana de mis padres, enfrentados a mi modernismo. Pero aún definiéndome como modernista, un hombre actual, no hallaba cómo decírselos.
“¿Habrá sido la rutina que, como un silencioso cáncer, nos fue distanciando?”, me preguntaba, mientras inconscientemente golpeé con la punta del zapato una lata de cerveza, que se quedó flotando en medio de un charco, junto a la cuneta. “¿Habrá sido su dedicación casi exclusiva a los hijos y su pérdida de interés sexual?”, no lo sabía ciertamente, pero de que nos habíamos distanciado, nos habíamos distanciado, y ya era tarde para volver atrás, porque ahora lo sabía. Estaba enamorado como nunca, aunque fuera un amor prohibido.
Y ahí estaba yo, enamorado, y buscando la forma de aceptar este amor. Porque tendría que comenzar por aceptarlo yo, primero. Para mí también era difícil saberme sorprendido por un enamoramiento que hacía latir mi corazón locamente, que me hacía descubrir nuevos mundos cuando me acompañaba. Me hacía sentir joven, encandilado. Pero sabía que no podría caminar por las calles mostrando mi nuevo amor al mundo. Era un padre de familia maduro, a veces incluso algo conservador, iba a la iglesia los domingos y, también, había comenzado con un hobby. Por eso tal vez no me atrevía a dar otro paso y permanecía allí, bajo el semáforo de Avenida Independencia con Poeta Pablo Neruda. Pero tal vez la calle no era el impedimento real, sino la sociedad y mis miedos, tal vez el verdadero límite no era esta avenida en la que los automóviles se detenían y continuaban cada cierto tiempo. La lluvia arreciaba y las gotas que caían sobre el semáforo salían disparadas hacia todos lados convertidas en diminutas flechas de colores. Algunas me caían encima porque no me atrevía a caminar, porque tal vez el límite era la incomprensión social y debía callar, que a mis 48 años me había vuelto a enamorar, pero esta vez, de otro hombre solitario, como yo.

FIN

El secretario



Walton Beltrán Uyevic



El envejecido secretario acostumbraba a caminar todos los días, a la misma hora, por esta misma calle. Su figura enfundada en un estropeado traje azul formaba parte integrada del paisaje.
No falló en 14 años, cada día laboral, allí estaba su lenta y abnegada caminata, pero algo ha pasado hoy. El secretario no ha aparecido y yo me quedo petrificado en mitad de la cuadra, porque todo huele a muerte.
Se ha corrompido la certera secuencia del orden y me pregunto: ¿ha muerto el secretario o el muerto soy yo que ahora, invisible, camino por esta misma calle vacía, a través del mismo paisaje, pero en otra dimensión…?


FIN

miércoles, 8 de agosto de 2007

Un silencio que no calla es un vuelo constante...


El disco de vinilo




Walton Beltrán Uyevic


En verdad, había comenzado a oscurecer en la habitación. En la parte alta de las paredes se dibujaban las sombras de las hojas de los árboles, recortadas por la luz amarillenta de un gordo y lento sol, que comenzaba a desaparecer tras el horizonte. Adentro, en el living comedor, un perpetuo y mecánico “rac - rac - rac” inundaba el tiempo detenido y un espacio somnoliento entre visillo y manteles de encaje, e indicaba que el disco de vinilo había terminado su función hacía tiempo; sin embargo, embelesado en el monótono ruido del disco y en su eterno girar, la baba de Jacinto mantenía completamente húmedo su babero y se desbordaba por la comisura de unos labios agarrotados, que se movía al son de violentos espasmos. Sus muñecas y sus dedos estaban completamente doblados y perpetuamente anquilosados, lo mismo que sus rodillas, tobillos, codos, hombros y cuello. Es que su cerebro había sido fulminado por el fuego de la anoxia al momento de nacer y el desdichado sólo había logrado alcanzar los 35 años, gracias a la fiel presencia de su madre que le cantaba todo el día al son de los discos de vinilo.
Pero el disco había llegado a su final. Y todo había llegado a su final, porque la anciana madre de Jacinto yacía inerte en el suelo de la habitación, traicionada por un colapso cardiaco, mientras la luz del sol también se iba apagando entre el florido follaje ocre del papel mural.

FIN

La reseca mano

Walton Beltrán Uyevic


“El olvido es un simulacro repleto de fantasmas”
Mario Benedetti


Cuando abandonó la pluma sobre el reseco papel amarillo, miró con sorpresa y angustia la famélica y reseca mano de su padre, la cual tenía asida y moviéndose en el extremo de su brazo. Apretó inmediatamente el puño izquierdo, con furia, pero no lo quiso mirar, sencillamente porque no quería comprobar que en el otro brazo también tenía asida la otra extremidad paterna.
Lo insólito era, que por el simple gesto de observar la mano, la figura de su padre regresaba de golpe desde un pasado olvidado a costa de mucho sacrificio. El espectro le había estado acechando por muchos años y le salía ahora al encuentro, furtivamente, como si se tratara de una emboscada maldita. Entonces, la sangre le irrigó de golpe sus ojos y como en un infantil e inútil gestó, él sacudió la mano, sólo para comprobar, instantes después, que con ello sólo había conseguido volver a ser un niño atormentado.
La rabia se le coló por las arterias e inundó cada uno de los ventrículos y aurículas de su corazón manso. Entonces, tosió de ira. Se levantó enseguida, como impulsado por un resorte mágico, retrocedió unos pasos para apoyar su espalda contra la pared, pero ningún gesto automático le devolvía la tranquilidad, porque observó con terror y asco que la mano de su padre permanecía allí, en el extremo de su brazo, y al observar esos dedos sin carne, esas uñas que se curvaban justo en el extremo, la presencia paterna, casi olvidada por años, se hizo omnipresente inundando hasta sus anhelos más secretos y preciados.
Entonces, al asco le siguió la decisión más perentoria, quería la independencia absoluta.
Por ello, caminó lentamente como un autómata hasta el cajón de las herramientas y tomó el hacha pequeña, la cual levantó sobre su cabeza y mientras sostenía la dura hoja de brillante acero, en el cenit de sus intenciones emancipadoras, miró por última vez la mano de su padre, enjuta y reseca, enquistada en el extremo de su brazo.
Entonces, con unos ojos de hielo que no decían nada, en medio de un silencio extraño, un brillo se dejó caer, desgarrando el silencio ácido de la sala. Fue un brillo que congeló el momento como una fotografía, lo mismo que el grito, que se prolongó más allá del odio, lo mismo que las tres gotas de sangre, que salpicaron la larga y ancha alfombra gris.
FIN

viernes, 20 de julio de 2007

Sin querellas




Walton Beltrán Uyevic


Me dijo que yo había actuado como una prostituta barata. Sí, eso fue precisamente lo que dijo antes de echarme de su casa, porque él “no sería capaz de vivir con la vergüenza”. Desde entonces he sentido esta sensación de institucionalizado abandono e insoportable negación y marginación familiar. Me quitaron el agua y la sal.
Mi gran pecado: el haberme enamorado de Roberto que tenía diez años más que yo. Me había enamorado locamente, pero a mis 18 años, eso era impensable para mi papá, que desde siempre había pensado otro futuro para mí.
Mi tozudez y mi pasión, mi despertar a la vida, embistieron cada uno de los argumentos conservadores de mi padre hasta que reventó su paciencia cuando me vestí con una corta minifalda y hablé sin disimulos de Roberto. Entonces el viejo enrojeció sus puños contra la superficie de la mesa para no golpearme y me echó de la casa. Según él, desde ese momento ya no tenía prole y así se lo hizo saber, sistemáticamente, a cuantos clientes y empresarios se atrevieron a cenar en su opulenta mansión.
Pues bien, han pasado 18 años de aquella vez y ahora mis incipientes canas las oculto con Koleston. En todo este tiempo sigo viviendo con Roberto, me titulé y he hecho de mi vida un caleidoscopio de talentos reconocidos en la televisión y la farándula criolla. Incluso, ahora estoy escribiendo una novela, desde que descubrí que había mantenido inconscientemente oculto otro talento que iba contra el pragmatismo de mi padre. Pero todo esto ha podido ser canalizado sólo al lado de mi amor, que ha sabido soportar, conmigo, las vergüenzas, la pérdida de una herencia y las solapadas burlas y envidias familiares.
Sin embargo, mis nervios están a punto de traicionarme, porque estoy golpeando nuevamente a la puerta de aquella mansión de la que una vez salí desbordando la vergüenza. Por primera vez, en todos estos años, mi padre quiso verme, porque se está muriendo y ésta puede ser la última vez que mi rostro se impregne en el azul intenso de sus ojos.
Gracias a Dios, Roberto decidió acompañarme. Cuando el mozo abrió la puerta, el impacto de las miradas de mis familiares hizo que tambaleáramos, sus cuchicheos comenzaron a ser la única letanía que se escuchaba en el amplio ambiente del living.
Yo tomé fuertemente la mano de Roberto y así avancé hasta el dormitorio donde moría mi padre. Mi madre, casi arrodillada y disminuida como siempre, yacía a un costado de la cama, cogiéndole una mano y mojándole los labios con un algodón empapado en agua.
Sin embargo, ya no estaba aquel hombre poderoso que había construido una gran fortuna en la metalurgia y que todos temían. Otrora su ira bastaba para hacer tambalear familias enteras, pero ahora había un ser temeroso de los cielos que se había ahogado en sus propios odios. Él, como un eterno juez, nuevamente tendría preparada su sentencia e influiría en mi vida por el resto de mis días. Quizás, a pesar de todo nunca dejó de quererme, aunque me echó de casa como a una puta barata.
El tenía la mirada azul clavada en el techo, pero un susurro de mi madre en su oído lo sacó de su ensimismamiento, intentó incorporar su anciana cabeza blanca, me miró desde sus secos párpados inquisidores y llenándose de clemencia, indulgente y generoso, levantó con esfuerzo su famélica y pecosa mano, como para invitarme a que me acercara.
Avancé sólo un paso y me detuve, entonces él, tolerante, comprensivo y paternal sacudió sus viejos odios para siempre, sonrió y estirando su huesuda mano como para alcanzar la mía, dijo:

--Hijo mío.



FIN

El Fanático




Walton Beltrán Uyevic

Juan era tan fanático de los juegos electrónicos que, al hacer “tilt” su corazón, todos cumplieron su último deseo y en su lápida, esculpieron: “Game Over”.


FIN

El desenfreno




Walton Beltrán Uyevic

Alejandra estaba cansada de tanta porquería, tanto prejuicio, tanta envidia y tanto cinismo por lo que decidió liberarse, desnudándose en público. Caminó varios kilómetros hasta llegar a la concurrida playa nudista y como en un acto de catarsis comenzó a sacarse todo. Esta experiencia fue para ella como un desenfreno, un frenesí, le gustó tanto que cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde, se había quitado el maquillaje, la piel y había comenzado con las vísceras.


FIN

Mi silencio lírico

Aquí estoy nuevamente. Ahora desde esta otra plataforma. Blogger le llaman. Antes estuve en fotolog, pero experimenté el ser objeto de viles y cobardes comentarios anónimos, muchos de ellos bastante vulgares que me hicieron cerrarlo. En verdad, la libertad se pone a prueba dolorosamente, y no estaba en condiciones de permitir que algunas personas sin criterio formado, echaran a perder un sitio que esperaba fuera un lugar de encuentro para quienes compartimos de alguna forma el amor por las letras.
Resulta tan metafísico, tan etéreo eso de sentirse tocado por las letras, por las creaciones que muchos realizan, cautivándote, tocándote hasta las lágrimas muchas veces.
Por ello, comenzaré a dar vida a este blog, por cierto que, seguramente, con no pocos errores, ya que mi manejo cibernético es rudimentario. Pero, avanzaremos poco a poco y con mucha honestidad.
Mis letras, mis cuentos y poemas, mis obras de teatro puede que no tengan la altura de otras que sinceramente me impactan. Nunca seré un Pablo Neruda, ni tampoco un Mario Benedetti o un Oliverio Girondo, pero aquí estoy, desde este rinconcito del planeta y aprovechando el libertario ambiente de Internet, para poner mis letras en esta plataforma, en esta nueva ágora, en esta plaza virtual a la que espero ustedes se atrevan a frecuentar, para que en torno a un café, o un vino tinto o al sabor de un chocolate, podamos compartir los mejores sentimientos de nosotros mismos.
Están todos invitados, sean todos bienvenidos...