martes, 14 de agosto de 2007

El empresario




Walton Beltrán Uyevic



El melancólico maquinista Jorge Teillier había jalado la cadena que colgaba de la cabina de su negra locomotora y el largo pitazo pasó del sobresalto a convertirse en un guijarro cayendo lenta y tristemente en el profundo pozo de la tarde. El fuerte estruendo se fue perdiendo con pereza hasta convertirse en un manso silencio detenido en medio de una cincuentena de casas de madera transpirada.
El pueblo dormía la siesta cubierto por un manto de grises nubarrones de los cuales se desprendían millones de partículas que lo mojaban todo. La llovizna, que movía el viento, tenía el olor penetrante del humo resinoso de los cipreses y avellanos.
Cuando el esférico cuerpo del empresario bajó del tren sintió el viento helado de la tarde abofeteándolo desaprensivamente en el rostro, mientras en forma inmediata el largo convoy comenzaba a moverse, entre humos y vapores, bufando como un boxeador cansado.
Por la estrecha ventana de la locomotora, Jorge Teillier sacó su rostro pálido y dio una última ojeada a la pequeña estación que dejaba atrás, paladeando ya el vaso de vino tinto que lo recibiría, con el inconfundible sabor cauquenino a parra de rulo, al llegar a Temuco.
El empresario salió de la pequeña estación, breve como un sueño quebrantado, y se dirigió por la amplia calle de tierra a interrumpir la impenitente siesta de la única hostería del pueblo. Pensó que, nuevamente, al abrir la puerta, sonaría la campañilla de bronce que colgaba del dintel, pensó que el gato despertaría y se estiraría, arqueando su espalda y abriendo a toda capacidad su pequeño hocico, para mostrar filosos y blanquecinos dientes y colmillos. A los pocos segundos aparecería doña Mercedes con su inconfundible delantal humedecido a la altura del vientre y secundada por suculentos aromas que emanaban desde la cocina. Ella le diría:

--Buenas tardes, don Víctor, parece que esta temporada será más tempranera. Los peones lo están esperando desde la semana pasada. Oiga, usted, cada día está más gordito, ehh.

La última sentencia sonaría como un reproche, pero no le molestaría, porque estaba feliz, ya que esta temporada la tala se mostraba auspiciosa y ganaría buen dinero. Todos ganarían buen dinero, y esta vez los peones serían más de cien, lo que correspondía a más de cien las familias que verían con buenos ojos la llegada del señor Garmendia.
Sin embargo, a poco de salir de la estación, un fuerte y penetrante dolor le obligó a llevar su mano al centro del pecho y lo dobló como si un cansado ventrílocuo doblara su muñeco de trapo, después de finalizada la función. Este dolor fue tan intenso que perdió la conciencia por pocos segundos, los suficientes como para caer y rodar por el suelo en medio de una calle fangosa.
Al cabo de unos segundos, fue el mismo dolor, como un barrote de acero al rojo vivo atravesándole las entrañas, el que le hizo recobrar el sentido y se vio con el rostro totalmente cubierto de barro. Al apoyar sus manos para reincorporarse, sintió como sus dedos se desplazaban a través de un oscuro y blando queso que habían batido las ruedas de las carretas, en medio de la calle, durante las últimas lluvias del fin de semana.
Intentó entonces salir gateando de en medio del lodazal, pero un nuevo y lacerante dolor lo inmovilizó, haciéndolo caer otra vez en el charco. Aprovechó la caída y con las pocas fuerzas que le quedaban giró para desplomarse de espaldas. Arriba los grises nubarrones que se desplazaban rápidamente contra el blanquecino celeste del cielo, le mostraban que estaba sumido en su suerte.
Supo entonces que estaba muriéndose, que le había llegado la hora. Lejos de los suyos. La muerte, en forma de un dolor maldito, le había hecho la encerrona a cientos de kilómetros al sur de la capital, donde su familia gozaba de las garantías de una fortuna construida sobre la base de mudos y anónimos esfuerzos de campesinos y peones analfabetos de la Araucanía.
Intentó gritar, pidiendo ayuda, pero ni un solo sonido salió de esa garganta acostumbrada a apurar decenas de flojos peones. Su rostro y su pelo se hundieron en medio del lodo y, agobiado por el dolor, parecía que respirar fuera toda una hazaña.
Tras algunos segundos, avanzó heroicamente cuatro o cinco metros, hasta quedar con medio cuerpo encima de la acera peatonal, a no más de cincuenta metros de la puerta de la Estación. Ni un alma había visto como el grueso cuerpo del señor Garmendia se doblaba y caía en medio del lodazal. Tampoco lo habían visto arrodillado y suplicante.
Poco a poco, la gente comenzó a salir de sus casas y miraba primero hacia la estación, para después caminar hacia la Hostería y tras comprobar que no había llegado el empresario, iniciar un tímido trayecto hacia el andén y las pequeñas construcciones de maderas sostenidas por el grandilocuente nombre de... "Estación".
Cuando lo hicieron debieron pasar por el lado del cilíndrico cuerpo de un infeliz que yacía embarrado sobre la acera peatonal. Una vecina se quejó que cómo era posible que alguien se emborrachara tan temprano. Otro, empujándolo con el pie, lo sacó de la vereda para que el Señor Garmendia no se vaya a fastidiar, porque a él le gustaba la gente trabajadora. Otros, ya en el andén y mirando en una y otra dirección, hasta el punto exacto en que los rieles jugaban a unirse en un punto mágico, decían: --"Qué raro que no haya llegado el Señor Garmendia, si sentimos sonar el silbato del tren hace ya varios minutos y él había anunciado su llegada para hoy...".

FIN

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