sábado, 25 de agosto de 2007

La mujer invisible





W. B. U.



A Fabiola la convencieron rápidamente y se enclaustró en las monjas para ser educada. Penetró la gruesa puerta y los sombríos barrotes con algo más de seis años, y una celeridad y un silencio sobrecogedor, propio de alguien que ya tiene una larga experiencia de autocontrol. Sistemáticamente su omnipresente padre hizo de ella una hacendosa niña, quien como un reseco cartón fue absorbiendo la humedad de las paternales enseñanzas hasta generar en ella su inquebrantable vocación de mártir.
Luego fue ofrecida en matrimonio. Se casó con alguien que le dijo qué hacer, cómo, cuándo y dónde hacerlo. Y ella aprendió silenciosamente a sentir el magnífico orgullo de estar detrás de un gran hombre. Tiempo después serían los hijos quienes la pusieron más atrás aún y ella se fue quedando sola, lentamente, silenciosamente, a la sombra, hasta palidecer.
Y se descoloró tanto que sus manos comenzaron a ser casi cristalinas. Primero pudo ver sus vasos sanguíneos a través de la piel. Luego, fue su propia carne la que permitió traslucir los rayos solares que penetraban su cuerpo. Años después serían los rayos de la luna los que la atravesarían cada vez con mayor facilidad. No había necesidad de llamarla ni pedirle ninguna cosa, porque su compromiso de esposa y madre le hacía anticiparse a las necesidades y requerimientos de su esposo e hijos. Ella ya estaba ahí, antes de que se anunciara la necesidad, por lo tanto nadie la llamaba, nadie la extrañaba porque no quedaba tiempo, estaba siempre allí, silenciosa y atenta, siempre en torno al marido y los hijos, como una presencia fantasmal, como una medusa flotando en torno a las piernas de un bañista, totalmente transparentada. Tanto que igual se fue perdiendo entre los muebles y accesorios de la casa que atendía con muda pasión y premura. Se perdía, y cada vez costaba más encontrarla. Se había convertido, sin darse cuenta, en otra mujer invisible.

FIN

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