lunes, 20 de agosto de 2007

La loca





Walton Beltrán Uyevic



Gracias a tres antiguas ampolletas amarillentas, el pasillo se hacía larguísimo y somnoliento. El olor de los analgésicos y psicotrópicos que aletargan como la noche, se percibía en el aire, fácilmente. Las paredes estaban forradas con un tapiz de seguridad blanco y sobre cada uno de los pequeños vidrios de las puertas, por ambos lados, había una pequeña malla de acero para prevenir cualquier accidente o intento de suicidio.
Al final del corredor se encontraba la sala que era ocupada por la loca que lloraba, como una princesa maldita secuestrada en la torre de un castillo, rodeada por el sólido granito de su recuerdo. Ella era todo un personaje. Desde el primer día de su internación había llorado en silencio, había recibido sus medicinas sin chistar, sin el menor atisbo de rebelión.
Ahora lloraba todo el día. Era lo único que hacía. Nadie sabía por qué se había abandonado literalmente al llanto. Por estas razones, sobre ella se habían comenzado a tejer las más insólitas, románticas, fantásticas y descabelladas versiones que explicaran su conducta. Yo mismo la vi llorar catorce veces en un mismo día.
Ella lloraba casi en silencio. Era un llanto apacible, entregado, sin reclamo.
Un día, transgrediendo todos los protocolos de seguridad, abrí la puerta e ingresé. Ella estaba acostada boca abajo. Bueno, boca abajo es sólo un decir, porque ella en realidad, tenía su cuello doblado a la izquierda, respiraba libremente y de su ojo superior brotaban mudas lágrimas que avanzaban superando la colina imaginaria en que se había convertido su tabique nasal. Sus lágrimas caían ligeras, en la cavidad del otro ojo, que se había convertido también en una fuente desde la que manaban parsimoniosamente un torrente de lágrimas mudas. En un momento creí haber visto dibujarse en su rostro una leve sonrisa en cuanto me puse sobre su campo visual, pero no. Había sido sólo ilusión óptica.
Entonces me acerqué y le pregunté directamente:
-¿Por qué lloras?-, lo hice sin abrigar demasiadas esperanzas.
Entonces ella comenzó a mover casi imperceptiblemente sus labios, manteniendo fijos sus ojos, perdidos en el vacío. Pasaron algunos segundos antes de que me diera cuenta que estaba respondiéndome, entonces acerqué mi oído y puse toda la atención de que soy capaz.
-… y porque todo lo que entra, sale. Y lo que te enamora en un segundo, tardas una vida en olvidarlo…- ella respondió casi musitando y fue todo lo que alcancé a oír.
Lamentablemente, no sabía que al abrir la puerta se activaba el sistema de alarmas, por lo que fui sorprendido por el ruido sordo de pasos que se acercaban a la carrera.



FIN

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