jueves, 24 de julio de 2008

La Jovencita











W. B. U.

Ella se llama Wilma Isabel Zavala Yáñez, acostumbraba a leer a Gustavo Adolfo Bécquer y aquella vez estaba segura de que su corazón le arrastraría, inexorable, hacia el provocador y peligroso precipicio de lo prohibido; sin embargo, pensaba al mismo tiempo que la única salida a la que estaba siendo arrastrada era la de transgredir la prudencia, era probar el sabor de aquel cuerpo ajeno.
Él era varios años mayor, pero ella había sentido una inmediata atracción en cuanto lo conoció. Más aún, después de escuchar su voz gravosa y queda, a causa de tantos cigarrillos.
Allí estaba en aquel tiempo, abatida, doblegada por un corazón todavía quinceañero y soñador, a pesar de sus veinticinco años y su título de abogada recién estrenado. Su voluntad había sido flechada certeramente por un cupido chiflado e imprudente y ella sentía el sabor excitante de ser víctima de aquella fiebre que la embargaba, aunque él había sido casi descortés al resultarle completamente inadvertida en un primer momento.
Hasta las más cotidianas tareas de la oficina le traían a su memoria la imagen bien cuidada de Raúl Echeverría Gómez y así le fue entrando la certeza de que estaba enamorada.
Aunque un poco pálido, su impecable rostro rasurado –memorizaba ella, a cada rato-, le hacía destacar su pelo ondulado y provocativamente largo, lo que acentuaba, aún más, sus platinadas hebras bien peinadas, imagen que para ella resultaba irresistible hasta la excitación.
Ahora se encontraba frente a él. Los demás colegas habían salido hacía algunos segundos. Estaban solos en el amplio salón de reuniones del buffet de abogados, donde la impecable cubierta de la mesa caoba le brindaba la experiencia espectacular de verlo arrellanado en su sillón de cabecera, junto a un reflejo invertido en ciento ochenta grados, que la indagaba doblemente. La miraba pensativo, como sondeándola, mientras jugaba con la goma del extremo de su lápiz grafito, la cual rozaba suavemente unos labios que ella adivinaba tibios e impetuosos. Esta imagen le provocó un nuevo arrebato, porque notó una diferencia. Mientras observaba en carne y hueso a un Raúl muy compuesto y retenido, adivinaba en el reflejo a otro Raúl, uno agazapado y esperando el momento para abalanzarse sobre ella y sucumbirla, derrotando tanta compostura, tanta prudencia.
Un beso mortal, sólo un beso que le quitara el aliento hasta el ahogo más exquisito, había soñado febrilmente tantas noches. Ahora, estaba despierta, pero soñando lo mismo y se estremecía de sólo intuirlo, de imaginarlo, acurrucada en un silencio cómplice que inundaba la escena. Él seguía mirándola, mudo, absorto, con una mirada fija y conmovedoramente sospechosa.
Para Wilma Isabel era una letanía diaria saber que no tendría los besos que deseaba. Raúl se comportaba como todo un caballero, excesivo y respetable, cuando ella deseaba lo contrario, que fuera loco e irresponsable, imprudente, insensato.
Tras un largo silencio, Raúl, que mantenía, por varios minutos ya, su mirada en los verdes ojos de la joven abogada, con una voz reposada, violentó la escena proponiendo:

-Ya que estamos aquí, solos… ¿por qué no nos dejamos de tonterías y lo hacemos ahora?

El estremecimiento provocó en Wilma un caos total, cada una de sus células se agitaron y su corazón le hizo golpear las sienes y salpicar la tacita de té que dirigía a sus labios. Mientras controlaba dificultosamente en la garganta un atorado “sí” que se le quería escapar por la boca, tomó una servilleta para secar las dos gotas furtivas que se habían derramado contra la caoba cubierta de la mesa. La prudencia y sus adecuados modales de señorita educada, durante largos años, en la mejor escuela del país, a juicio de sus conservadores padres, la hizo pedir explicaciones con un diplomático, hipócrita y juicioso:

-¿Perdón?

Entonces lo vio incorporarse lentamente desde su sillón, acercarse a la puerta y poner disimuladamente el cerrojo, mientras rozaba aún el extremo de su lápiz contra sus labios. Ahora dibujaba en su rostro una sonrisa provocativa. Después, giró y la miró más fijamente aún y se fue acercando lentamente. Ella se estremecía por dentro y su respiración se agitaba irrefrenablemente.
Él rodeó la silla y le puso las manos sobre sus hombros, provocando una leve presión. Ella sintió el calor en esas manos poderosas. Eran unas manos grandes, con dedos fuertemente forjados durante años de entrenamiento de rugby en la universidad. Ella sentía que esos dedos alcanzaban cada centímetro de su pequeño cuerpo que se estremecía imprudentemente, al punto que en cualquier momento podría dejarla al descubierto. Wilma creyó desmayarse. Raúl se acercó más aún por sobre su cabeza y comenzó a bajar su boca a la altura de su oído. Ella adivinaba que él estaría ahora, sondeando entre las profundas sombras de su escote.

-¿Y si tú y yo, solos, dejamos que todos se vayan a casa, y nos quedamos a redactar la apelación para presentarla mañana, a primera hora, en la Corte?

Una rabiosa lágrima quiso escapársele a Wilma. Llena de cólera, el pecho le golpeaba y la sangre le hervía, pero debía mantener el control. No podía decir que no, considerando que sólo hacía tres meses que había conseguido ingresar a ese prestigioso staff de abogados, que le prometía un futuro estable y exitoso.
Tres horas de trabajo y la mentada apelación ya estaba terminada. Habían comenzado a redactar cuando la tarde, aún acostada sobre el horizonte, anticipaba el momento rojizo en que el otoño traza el cielo de arreboles, pero ahora que se ponían sus abrigos, la noche se había atrevido a dar ya varios pasos. Raúl le ofreció beberse un whisky o un Martini, pero ella sólo movió su cabeza dibujando un No en el universo frustrado de esa oficina. La rabia era mucha y podía traicionarla, haciéndola dar un mal paso.
El reloj marcaba cinco minutos para las diez de la noche cuando ella salió del vestíbulo del edificio corporativo. Alzó la mirada intuyendo la presencia del cielo, mientras sus pulmones se llenaban lentamente mente de un aire húmedo. Las luces de los cientos de departamentos recortaron, contra la oscuridad de la noche, la silueta de un pájaro vestido de lluvia, que, volando en oscura lentitud, anunciaba anticipadamente el invierno. Y era verdad, a pesar de su compostura y garbo de joven profesional independiente, por dentro todo en Wilma lloraba. Lloraba la impotencia, lloraba la rabia, lloraba el amor ignorado.
Sentada en un escaño del parque, donde, desde hacía algún tiempo, gustaba de refugiarse, comenzó a soñar nuevamente con Raúl. No podía sacárselo de la cabeza, ni de su cuerpo, porque ya lo intuía en cada una de sus células. Sentía su perfume cuando respiraba los efluvios que provenían de la ciudad. Y lo soñaba besándola, recorriendo el breve e inexplorado territorio de su cuerpo. Lo soñaba hurgándola a besos, recorriendo sus márgenes, sus valles, sus colinas, mientras sus ríos subterráneos se revolvían y encabritaban queriendo reventar a la superficie y, entonces, cuando se hubo asegurado que nadie la vería, se entregó al llanto. Una serie de espasmos que no podía frenar se atropellaban uno tras otro. Lloró de impotencia, de rabia, de amor y sentía que en cada lágrima se le iba la vida, se le escapaba un alma atormentada y cansada, a pesar de sus veinticinco años.
Después de mucho rato, se puso de pie. No podía ver bien a causa de sus lágrimas mudas. Comenzó a caminar, sin rumbo fijo, bajo las gotas de una lluvia que se había desatado momentos antes y que prometía un diluvio otoñal, pero que a ella no inmutaban. Mientras, en su pecho iba tomando forma un atrevimiento insospechado.

Raúl Echeverría, minutos atrás, había pasado por la vereda de enfrente, sin haberla visto. Caminaba rápido para evitar mojarse. Una acera que se pintaba de brillantes círculos multicolores con sostenida rapidez, lo condujo hasta la barra del bar acostumbrado, para capear el aguacero.
Envolviendo el murmullo de los parroquianos, una música suave de piano parecía detener el tiempo, ayudada por el rítmico pulso que imponían las plumillas sobre la caja principal de la batería. Más atrás, el contrabajo hacía su aporte sordo y contrastante. Raúl pidió un nuevo whisky, absorto y mudo, ajeno a las risas y a los olores del alcohol y del tabaco que impregnaban todo con tintes de vainillas y chocolates. Raúl se mantenía como ajeno a la vida misma, mientras hacía circular las yemas de sus dedos sobre el liso borde de su vaso, y quitaba las minúsculas gotas que los cubos de hielo habían condensado. Ahora, era casi un intruso en ese pequeño mundo cotidiano y nocturno donde tantos le conocían. Los minutos se sucedían con regular ritmo a pesar de que todo en Raúl estaba detenido. Las emociones, los sueños de futuro, su propio pasado, porque hacía sólo tres semanas atrás había terminado una relación intensa y tormentosa que le había hecho sentirse vivo, como un veinteañero, a pesar de sus 46 años. El dolor que sentía al recordar la reciente relación era intenso, porque la traición duele. Siempre duele y deja un sabor miedoso en la garganta. La música que antes le hacía evocar imágenes, ahora no era más que un murmullo monocorde. Un telón plano en el fondo de sus cavilaciones y propósitos.
Raúl se estaba prometiendo a sí mismo no volver a ser imprudente. No quería entregar su corazón como antes lo había hecho, sin resguardos. Tomó su vaso y lo llevó maquinalmente a sus labios cuando las puertas del bar se abrieron de par en par, y como una espectral figura reconoció a Wilma, bajo el dintel. Estaba empapada, con sus cabellos rojizos estilando toda la lluvia de la noche. Sobre su rostro, el agua y las lágrimas habían corrido el maquillaje y dos sombras negras se le escurrían desde los párpados destacando aún más, sus grandes ojos verdes.
Raúl, solícito y caballero, quiso ponerse de pie para atenderla, pero su gesto fue impedido por el decidido caminar de Wilma, quien con la mirada fija en los ojos de él, se acercó tomándole con una mano los cabellos de su nuca, al tiempo que lo besaba abierta e impúdicamente, ajena a todas las consecuencias, a todas las circunstancias y a todos los temores. Raúl quedó petrificado. El tiempo se detuvo nuevamente, en seco, y el beso rabioso de Wilma duró la eternidad de ese instante mojado.

-Ya está, ya está hecho-, fueron las únicas palabras que quedaron suspendidas en el ambiente. Wilma le dio una última mirada, con unos ojos húmedos de lluvia y llanto, y salió a la carrera, buscando el cielo que se caía a pedazos y que rebotaba violentamente sobre el pavimento.



Transcurrido el largo fin de semana, Wilma quería y no quería llegar a la oficina.
No sabía cómo reaccionar. No imaginaba, siquiera, cuáles serían las consecuencias que tendría eso beso robado tan apasionadamente. Lo único que consideraba, era que necesitaba verlo, lo necesitaba para vivir, para poder respirar bien, porque él era su aire.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, la luz opaca del pasillo la condujo como una autómata al recibidor de la oficina de abogados. Destacaba en las puertas de vidrio las palabras talladas sobre el cristal: “Echeverría y Gómez, abogados”. Ingresó rauda a su propio despacho y se dedicó a esperar, alerta, como cuando niña se escondía de las sombras y del ruido del viento.
Era un momento tenso. Los minutos querían desobedecer el ritmo inmemorial del tiempo, hasta que finalmente el timbre del citófono rompió la monotonía y la tensión de la espera.

-Venga a mi oficina-, rezó la perentoria orden que Raúl derramó a través del auricular. Una voz ausente de todo timbre por el que se pudiera sondear algún sentimiento o estado de ánimo fue lo que oyó Wilma Isabel, quien comenzó a temblar de ansiedad.

En casa, durante el largo fin de semana, en el que apenas había conseguido dormir algunas horas gracias a la ayuda de una píldora, había reconstruido y también anticipado escenarios, gestos y diálogos que justificaran la imprudencia de su beso, que marcó a fuego el sabor de la boca de Raúl en el corazón de la joven. Sin embargo, esa orden, fría y maquinal, no estaba entre las escenas imaginadas.
Para llegar a la oficina principal, ella debía atravesar nuevamente la antesala de la secretaría general, donde sintió que cada una de las miradas recibidas, cargaba una inquisición, un juicio valórico, que ella estaba decidida a enfrentar.
No supo por qué, pero después de golpear a la puerta y tras escuchar un frío: ¡Adelante!, que tuvo el sonido áspero de un veredicto anticipado, toda su decisión y fortaleza se desplomó como por encanto. Hizo girar el pomo de la cerradura con unas manos temblorosas y bajó sus ojos mientras avanzaba tres pasos.

-Yo…-, quiso argumentar Wilma, pero al levantar los ojos y depositarlos en la oscura y fría profundidad del rostro de Raúl, enmudeció.
Él la miraba, arrellanado en su sillón de cuero, desde una lejanía tan retraída, que parecía altanera. Ella creyó, por momentos, ver a su padre cuando, siendo niña y habiendo cometido alguna falta, debía acercarse a su despacho para recibir su castigo.
Raúl no dejó pasar más que un momento y se levantó para voltearse inmediatamente, descorrer el visillo de la ventana y mirar hacia la calle atestada por un tránsito, que había enloquecido después que comenzara a llover. El silencio era tan pesado y agobiante como un desprecio.
Al cabo de tensos segundos, Raúl soltó el visillo y éste suavemente recuperó su posición inicial. Entonces, el abogado comenzó a recorrer el perímetro de su amplio escritorio. Cuando estuvo de frente, junto a ella, Wilma Isabel mantenía su cabeza gacha, sumida en un temor exagerado que no podía controlar. Él estiró su brazo y con la yema de su dedo índice, levantó lentamente la delicada barbilla de la joven abogada para buscar su mirada verde y cálida.

-No debiste haber hecho eso. Estoy muy confundido, porque contigo me están pasando cosas…-, dijo Raúl, quien observó como los ojos de Wilma Isabel se iluminaban con un brillo de esperanza. –Estoy muy confundido- agregó, perentorio –y no me gusta sentirme así-.
-Pero, Raúl…-, dijo ella y se detuvo para sondear la reacción, porque era la primera vez que lo tuteaba.
Tras observar que no había producido el menor reparo, continuó, -pero, Raúl, yo quedé en una posición muy incómoda, también. No es que esté acostumbrada a andar besando hombres por aquí y por allá. Pero es que tú me tienes loca. Sí, loca. Eso es, ya lo he dicho… y no pude resistirme a besarte-, esto último lo dijo de un modo que sonó verdaderamente desafiante.
-Ya te he dicho, estoy sintiéndome muy incómodo, porque contigo me están sucediendo cosas. Estoy sintiéndome atraído por tu forma de ser…- Raúl, miró a ambos lados de la habitación, como buscando la palabra correcta, y continuó –digo…, tan inteligente, tan oportuna, ocurrente, dinámica y además, tan bella. Estoy seguro que tu pelo rojo y tus ojos verdes cautivan cientos de miradas masculinas.
-Sólo me interesa que tú me mires-, dijo Wilma con una seguridad desbordante.
-Es que este juego puede resultar muy peligroso y podemos terminar muy heridos- sentenció Raúl, mientras deslizaba suavemente su mano por el largo cuello de la joven y depositaba en sus labios un tibio y largo beso que ella recibió con sus ojos cerrados y que le despertó, en un segundo, cada uno de los millones de células de su organismo.

Sin embargo, el sabor del beso tuvo un tinte de frialdad y eso tinte lo percibió Wilma Isabel, quien pretendió escrutar los oscuros ojos de su jefe.

-En verdad, no me gustaría causarte daño… además yo… podría ser tu padre, si tienes… ¿cuántos?... veintisiete, veintiocho…
-Veinticinco- respondió ella.
-Peor, pues. Yo tengo cuarenta y seis. Podría ser, fácilmente tu padre. En cuatro años más, cumpliré medio siglo de vida.- Raúl hacía esfuerzos por sonar más viejo.
-Eso no me importa. Me importa solamente que te quiero, y sé que puedo hacer que tú me quieras. Sé que puedo hacerte muy feliz. Sé que podremos ser muy felices. Hacer que te sientas joven- argumentó Wilma Isabel.
-Lo ves. Ya estás diciendo que soy viejo.
-No, no es eso. Al contrario, estoy diciendo que puedo hacerte sentir mucho más joven de lo que eres.

Raúl sonrió y reconoció -¡Qué buena abogada eres!- y la abrazó, larga y sostenidamente apretándola con miedo contra su pecho, mientras olía un perfumado pelo rojizo que le caía ondulado sobre los hombros. Al cabo de un rato, en el que la historia pareció haberse detenido, él la retiró de sus brazos con mucha delicadeza y sólo pronunció: –Ahora, déjame solo. Debo pensar.

Quizás fue el tono de su voz, pero la chica comprendió que debía darle el espacio que requería. Salió sintiéndose tan nerviosa como había entrado. Este sentimiento no la dejó trabajar tranquila durante todo el día, por lo que cometió varios errores en los documentos que estaba redactando. Sin embargo, después de sondear toda la mañana las miradas de cada uno de los funcionarios del staff, comprendió que nadie sabía nada de lo sucedido la noche del viernes y eso la tranquilizó.
Sólo una preocupación se mantuvo rondando, en la cabeza de Wilma Isabel, durante todo el día. ¿A qué se refería Raúl con eso de que no quería hacerle daño? Es más, pensaba la joven ¿qué daño podría hacerle, cuando él era todo preocupación por los demás?
Se notaba un tipo muy cauteloso, muy respetuoso, muy amigable. Se intuía un tipo justo, que trasuntaba la misma justicia conceptual enseñada en la universidad, haciéndola actitud en cada una de sus actuaciones cotidianas. ¿Qué daño podría provocarle?
No obstante, la respuesta no aparecía para resolverlo todo, como una hipótesis judicial que era probada fácilmente por medio de interrogaciones. Las evidencias estaban a la vista. Siempre correcto, nunca un improperio, nunca una pérdida de control, ni siquiera frente a las más intensas discusiones. Además, por lo que había podido indagar, desde que ingresó a trabajar en el staff, Raúl era soltero. Extrañamente soltero, para ser el dueño de la oficina de abogados más prestigiosa de la ciudad, dueño de un excelente físico y poseedor de un garbo de pasarela. Extrañamente, para ser tan guapo y medianamente acaudalado, se decía a sí misma Wilma, y como una forma de halagarse, se respondía, entre sonrisas:

-¡Suerte de principiante!

Un enorme esfuerzo hizo durante toda la jornada la chica, para no llamar por citófono a Raúl, ya que no le resultaría difícil encontrar un buen pretexto… pero él había pedido que lo dejara solo.
A la hora de la salida, Wilma Isabel retrasó lo más que pudo su partida. Ya la mayoría del personal había abandonado la oficina, quedando sólo el equipo de aseo y mantenimiento. Wilma cruzó el amplio recibidor y pulsó el botón de llamado del ascensor sin atreverse a voltear su mirada a la puerta de la oficina de Raúl. Adivinaba sí, que, por debajo, se observaría claramente un haz de luz que indicaría su presencia.
Entonces decidió bajar a la calle, donde respiró el aire impersonal que movían los mojados transeúntes. Se arrimó a una orilla de los jardines que flanquean la entrada al edificio corporativo y se dispuso a esperar. Sabía que Raúl gustaba de irse caminando a su departamento, así es que sería cosa de esperarlo a que saliera.
Treinta minutos después, Raúl asomaba a la acera peatonal correctamente cubierto por su impermeable, el que destacaba aún más su porte atlético.

-¡Raúl, espérame!- dijo Wilma, alzando la voz por sobre el murmullo monótono de los vehículos que transitaban.

El abogado se detuvo en seco y giró, sorprendido. Comenzaba a llover nuevamente. La miró como intuyendo que nada ni nadie haría cambiar el empecinamiento de la joven. Lo que vino después, dejó más perpleja aún a Wilma.

-Ay, mi Dios…- exhaló Raúl, al tiempo que la envolvía, cobijándola bajo su brazo. Así, caminaron en silencio por espacio de varias cuadras. Para Wilma eso era suficiente, sentir el perfume de Raúl, sentirse protegida, era mucho para ella. Caminaron bajo la lluvia por largos minutos. No les importó mojarse. El roce de la piel de Wilma era una agradable sensación. Los dedos de Raúl acariciaban lenta y parsimoniosamente su mejilla y así, sentir su calor era exquisito. Wilma quería prolongar el tiempo en un instante que durara para siempre.

-¡Estamos muy mojados!- reconoció al cabo de unos minutos y algunas cuadras, con voz queda, Raúl Echeverría.
-Yo estoy convertida en una sopa. Si no me seco luego, me resfriaré- respondió, entre risas, una Wilma esperanzada.
-Gracias a Dios, estamos cerca de casa. ¿Vamos?- preguntó Raúl, mientras se pasaba la mano por su frente
-¿Qué tan cerca?-, preguntó Wilma. Se habían detenido frente al portal de un edificio.
-Catorce pisos hacia arriba- respondió Raúl, apuntando con su dedo índice. Wilma no resistió la tentación de desafiar las gotas de lluvia y miró hacia arriba, mojándose el rostro.
-Ya- respondió entre risas y sueños.

El trayecto al ascensor y la breve caminata por el pasillo, quedó rápidamente olvidado para Wilma, pero no para Raúl, quien tuvo la esperanza de que Wilma se negara y solicitara un taxi para regresar a su casa. Pero ella, lejos de negarse, había comenzado a entretejer algunos planes.

-Nos secamos y nos tomamos algo caliente. Tendrás que prestarme algo de ropa. Ja, ja…, nunca me hubiera imaginado esta situación-, las palabras salían atropelladamente por la garganta de Wilma, quien en lo más íntimo de su ser se alegraba por la bendita y oportuna lluvia.
-Raúl giró la llave por obligación-, y abrió de par en par la puerta.

El departamento era más grande de lo que Wilma se había imaginado. Más que pulcro, impoluto. La imagen que proyectaba parecía ser la de una fotografía bien organizada por expertos en decoración. Las tonalidades grises del ambiente minimalista combinaban perfectamente con el fondo siena de las paredes y toda esa armonía era cortésmente rota por el color verde y blanco de algunas Calas y algunos ejemplares de la Flor del Buque.
A pesar de que Raúl vivía solo, todo hacía suponer que la vivienda tenía vida familiar. Dos fruteras rebozaban con ejemplares de la estación y frutos exóticos adquiridos seguramente en el mercado de abastos.
Algo detuvo la observación de Wilma, quien contenía sus ojos a cada instante sobre cualquier cosa que le llamara la atención. Wilma intentaba en este gesto tan cotidiano, atesorar los gustos de Raúl, para hacerlos suyos.

-¿Eso no es olor a café recién preparado?- preguntó Wilma, arrugando su nariz, al tiempo que hacía sonar fuertemente su inhalación y sospechaba que Raúl compartía con alguien el departamento.
-Así es- contestó, mientras comenzaba a sacarse su ropa mojada, sobre el suelo cerámico de la cocina americana.

Como observó la cara de molestia de Wilma, quien esperaba mayor información ante su pregunta, Raúl continuó argumentando.
-Así es, todos los días cuando he decidido que vendré directamente a casa, llamo desde la oficina a doña Leticia, quien me deja preparado el café-, sonrió y agregó –ahora vete al baño y dúchate con agua bien caliente. Te llevo ropa enseguida.

Wilma comenzó a imaginarse lo que vendría. Pensó, y le gustó la idea, que cuando ella se estuviera duchando, Raúl se escurriría y entraría completamente desnudo para bañarse juntos. Sonreía, sabiendo que “bañarse” era sólo una forma de decir lo que imaginaba.
Cuando entró al baño, lo vio amplio y todo derrochaba pulcritud, estaba todo casi aséptico, como una clínica. Entonces vio el box window que formaba el cuarto de ducha y se vio a si misma bañándose. Se imaginó cómo la verían los ojos de Raúl, desnuda entre la nebulosa del vapor, pero con un perfil delineado a través de los surcos de las gotas que caerían describiendo una trayectoria tortuosa por la superficie del cristal. Se desnudó con dificultad, porque su mandíbula tiritaba de frío y sus dedos estaban algo engarrotados por el hielo de la noche.
Cuando recibió el primer chorro de agua caliente, sintió una sensación más que agradable. Sintió que su sangre comenzaba a recorrer nuevamente su cuerpo, sintió la espuma recorriendo su piel, sintió que sus manos y sus dedos comenzaban a moverse obedientemente, y entonces, esperó y alargó su ducha. Esperó pacientemente a que ingresara Raúl para dejarle ropa. Esperó a que la viera. A que recorriera con la mirada su tersa desnudez. Pero nada de eso ocurrió. Cuando limpió con su mano el moho del cristal, pudo apreciar que la ropa ya estaba dispuesta sobre una pequeña silla y el cuarto de baño, absolutamente desierto. Su ropa mojada también había desaparecido. Ahora, ante la certeza de la ropa dispuesta sobre la silla, sabía que Raúl no entraría. Comenzó a secarse para vestirse con una polera y un chaleco de lana cruda y gruesa, los pantalones de un pijama de algodón y calcetas de lana. Ella intentó sondear entre las fibras el aroma de la piel de Raúl, pero nada. Todo olía a detergente de lavanda.
Cuando salió al pasillo, Wilma parecía un verdadero espantapájaros, ya que las mangas y piernas resultaban exageradamente largas con respecto a las dimensiones de su talle. Las pantuflas parecían dos enormes esquíes que se hubiera calzado. Pero eso era mucho mejor que estar con su ropa mojada.
Al llegar a la amplia cocina americana, observó extrañada a Raúl que vestía ropa deportiva y hasta se encontraba peinado, tal como lo hubiera estado para ingresar a una cancha de tenis. Junto a un calefactor eléctrico, secaba la ropa de Wilma, lo mismo que sus zapatos. La miró y dificultosamente pudo aguantar la tentación de risa. Dificultosamente, porque sólo una risotada fue la que escapó de sus labios que continuaron crispados en señal de regocijo.

-Si, ríete no más- le reconvino, pero ella se miró en un espejo del pasillo y tampoco soportó la tentación de risa.
Ambos rieron de buena gana hasta que Raúl nuevamente cayó en un mutismo inquietante. Se puso de pie con un desinteresado:

-Bueno, ahora habrá que dejar que la ropa se seque y calentarnos por dentro. ¿Quieres una taza de ese café que cautivó tu nariz, hace un rato?- inquirió mientras se dirigía a su cocina.

Wilma asintió con la cabeza, preocupada de su ropa y extrañada de que ya estuviera tan seca.
-¿Oye, cuánto tiempo pasó?, mira que la ropa está casi seca.
-El suficiente, siempre transcurre el tiempo suficiente, lo que sucede es que, a veces, a nosotros nos gusta vivir demasiado rápido.

A Wilma le atraía sobremanera la seguridad de Raúl al responder. Además, era siempre intrigante. Ella aprovechó que él se había acercado a la mesa de trabajo de la cocina y comenzaba a preparar algo de cenar. Él estaba concentrado en picar muy fino unos cebollines y un trozo de carne cuando ella se acercó por detrás y deslizó sus manos por debajo de sus brazos para recorrer su tonificado abdomen. Él no rechazó las caricias y continuó sin decir nada. Picó rápidamente los cebollines y la carne. A ella le bastaba con quedarse así. Él tomó un wok y puso algo de aceite. Ella acarició sus pectorales. Cuando adquirió temperatura puso a freír la carne picada, mientras le espolvoreaba Ají No Moto. Ella intentaba memorizar su olor. Él terminó agregando un poco de caldo de carne, el cebollín picado y sala de soya.

-Esto está delicioso-, dijo Wilma, a los pocos minutos, tras llevarse a la boca el primer bocado de carne mongoliana.
-Lamentablemente no tenía arroz, así es que tendrás que conformarte con este híbrido-, argumentó Raúl, al tiempo que mostraba la carne mongoliana y unas galletas de soda con que se acompañaban.
-Para mí está exquisito. Tienes buena mano-, halagó Wilma, atenta a la más mínima reacción de Raúl.

Luego transcurrieron algunos minutos en que se hablaron cosas sin sentido, en que se rió de buena gana algún chiste de moda, hasta que la cercanía de Wilma se fue haciendo cada vez más evidente. Entonces, Raúl abrió una botella de vino tinto y le alcanzó una copa a medio llenar. Se sirvió una para él, chocó las copas y dijo:

-Hoy brindaremos por la amistad, por la felicidad y por el amor-, Raúl se detuvo un instante, para luego señalar –¡¡Salud!!-.

Después del primer sorbo, Raúl continuó con la copa pegada a sus labios, hasta que comenzó a musitar:

-Te dije que me tienes muy complicado. Estoy sintiendo cosas por ti, y no sé qué cosas son y esa sensación no me gusta. No me gusta convivir con lo que no es evidente, con lo que no está claro o no es concreto. Me inseguriza todo lo que no puedo manejar o, por lo menos, todo lo que no logro comprender cómo funciona.

Wilma Isabel solo miraba en silencio, porque algo en el ambiente le sugería que ese no era el minuto de hablar.

-Mira, te voy a abrir mi corazón, porque sé que eres una mujer en la que se puede confiar- argumentó Raúl y agregó inmediatamente –vengo saliendo de una relación que no funcionó y que me provocó mucho dolor. Y esto está fresquito… hace sólo tres semanas atrás- dejó pasar un nuevo momento de silencio, antes de continuar-. Me engañó con otro… se fue con otro, así como si nada, después de tantos meses. Como si nuestra relación no hubiera valido nada. Bueno, para mí sí tuvo un valor muy especial.

Wilma no podía entender que en los tres meses que convivió cotidianamente con Raúl en el staff, no se hubiera enterado de ninguna situación que le hiciera saber que mantenía una relación amorosa.

-Entonces, apareces tú y comienzo a sentir cosas que no había sentido antes. Me resultas tan inteligente. Eres verdaderamente una persona muy atractiva. En todo el sentido de la palabra. Un gran partido para cualquiera que se enamore de ti. En cambio yo…, ya ves, tengo mis años. Varios más que tú. Sin embargo, pienso que debes enamorarte de alguien que te pueda hacer feliz, inmensamente feliz, porque te lo mereces. Yo tengo el corazón abatido todavía, porque tengo la mala costumbre de amar hasta lo indecible, y cuando te engañan el golpe es muy grande y feo. Sobre todo cuando uno sigue amando…
-Pero es que a mí no me importa, eso. No me importa que te hayan hecho sufrir, yo sé que puedo hacerte feliz. Yo sé que puedo hacerte olvidar a esa mujer…
-El problema es… -Raúl levantó la vista y depositó sus ojos en la mirada de Wilma buscando misericordia. Buscaba asegurar su caridad antes de continuar- …el problema es que no es una mujer…

Wilma, que llevaba la copa a sus labios, sufrió un espasmo que le hizo derramar algo de vino sobre su pecho, manchando el chaleco de lana y se quedó así, petrificada, sumida en la sorpresa más absoluta. Al cabo de algunos segundos de silencio, ella levantó la mirada, enfrentando a Raúl.
Los ojos del abogado eran unos ojos entregados al devenir de la conversación, eran unos ojos vestidos de increíble honestidad y preocupación. Eran los ojos de un devoto diciendo: “Hágase tu voluntad”. Porque era verdad cuando decía que no quería causarle daño, pero también era verdad cuando decía que ella no le resultaba indiferente. Pero, qué, se preguntó Wilma. Ser querida como una hermana chica no era lo que deseaba, no. Ser querida como la mejor amiga o la confidente, tampoco. Ella quería amarlo, con todas sus letras. Quería poseerlo y que la poseyera. Quería sentir al hombre que proyectaba su imagen bien cuidada, pulcra, sin amaneramientos disonantes. Quería sentir al hombre que se había imaginado que sería Raúl.
Sin embargo, la conversación terminó con esa confesión. Ruda, sin compasión, como son la mayoría de las confesiones honestas. Ambos habían quedado vacíos de esperanza, flotando en dos trozos de hielo que vagaban a la deriva en el mar del miedo.

***************************


Wilma Isabel no recuerda como salió de casa de Raúl aquella noche. Raúl, en cambio, lo recuerda todo, pero guarda un silencio cariñoso. Wilma debió presentar una licencia médica, porque verdaderamente se había descompuesto, por lo que no concurrió a trabajar al día siguiente. Era un martes, y Raúl decidió enviarle, por intermedio de un estafetero de la oficina, un pequeño paquete que él mismo había armado.
Cuando lo recibió, Wilma permaneció contemplando el paquete por largos minutos sin decidirse a abrirlo. Cuando lo hizo, finalmente, encontró una caja con bolsitas de yerbas de San Juan; una barra de chocolate suizo y una nota manuscrita que decía:

“Querida Wilma:

Tómate todo el tiempo que requieras, pero ¿sabes?, las cosas en la vida hay que enfrentarlas, no podemos hacerles el quite.
Esto he venido haciendo desde hace muchos años y eso fue, precisamente lo que hice, al contarte todo.
Asumo el costo del dolor provocado. Debemos seguir conversando.

Un abrazo o un beso,
como quieras.

Cariñosamente,
Raúl

P.D. Ojalá sea poco el tiempo que te tomes, mira que tenemos mucho trabajo.

Dos días después, Wilma llegaba a la oficina, temprano en la mañana. Raúl, como siempre, ya estaba en su despacho. Ella decidió ir a verlo, para agradecerle la gentileza de haberle enviado yerbas sedantes, que le hicieron muy bien. La puerta estaba entreabierta, por lo que golpeó suavemente.

-Adelante, Wilma, que bueno que estás aquí- señaló mientras su voz se escuchaba realmente feliz por verla. Como música ambiental se escuchaba “Love me Tender” interpretado por Norah Jones, a un volumen apenas audible.
-Yo, no sé todavía bien qué decir en una situación como ésta- reconoció Wilma.
-No digas nada, entonces. “Sólo habla cuando lo que vayas a decir sea más bello que el silencio” reza un antiguo adagio indio y verdaderamente si lo cumpliéramos, las cosas serían diferentes a como lo son en este mundo- sentenció Raúl, mientras se acercaba para besar a Wilma en la mejilla, a modo de saludo.

Ella, por su incomodidad mantuvo su cabeza rígida, sin girarla lo suficiente, por lo que sintió el beso cerca de sus labios. Comenzó a llorar nuevamente, después de percibir el perfume de Raúl que la enloquecía. Él la abrazó y así se quedaron durante varios segundos. Ella quería seguir así durante un buen rato más. Parecía que el tiempo se detenía nuevamente, y que a través de ese abrazo se confesaban intenciones y propuestas ocultas, perdonándose, hasta que fueron interrumpidos por la secretaria personal de Raúl, quien había ingresado al despacho sin haber tocado a la puerta.

-Perdón, don Raúl, yo… debí haber tocado a la puerta, primero, lo siento- reconoció.
-Así es- sentenció él, con voz gravosa y agregó –para ya está hecho. Sólo asegúrese de que no vuelva a suceder.
-Así será don Raúl. Perdón nuevamente, aquí tiene los antigripales que me pidió.
-Okay, muchas gracias. Y no se preocupe tanto. Son cosas que a veces suceden.

Wilma sólo atinó a mirarla a los ojos, firmemente, como un reproche. Cuando hubo salido la secretaria, volvió la mirada a los oscuros ojos de Raúl.

-Supongo que desde hoy las cosas serán distintas aquí en la oficina… o ¿será que debo ir buscando trabajo, en otra parte?- preguntó directamente.
-Pero, no, mi amor. Yo te quiero aquí, conmigo. Te necesito… nosotros te necesitamos.

Más tarde, recordando una a una las palabras de Raúl, Wilma estaba intrigada porque la había llamado “mi amor”. ¿Gentileza o algo más? Había, incluso, tejido alguna esperanza, pero hubiera deseado que no hubiese dicho la última parte de aquella oración. Ese “nosotros”, lo había echado todo a perder.
Luego pasaron, con rapidez, tres meses de jugarretas, intimidades y chiquilladas. A Raúl le gustaba estar con ella. Inventaba situaciones y compromisos ineludibles e importantes para solicitar su compañía. “Asesoría” le llamaba él y realmente gozaba su presencia en reuniones que, a veces, eran tremendamente tediosas.
El tedio, lo combatían, precisamente, con las ocurrencias de Wilma, quien con total desparpajo se atrevía a hacer cosas que ni siquiera pasaban por la cabeza madura de Raúl. La compañía mutua agradaba a ambos, quienes se fueron haciendo muy compinches. Iban juntos al cine, al bar y de compras, riendo juntos, sorprendiéndose por las mismas cosas, sintonizados en una misma dimensión. Construyeron una relación muy entretenida. De amigos. De muy buenos amigos. Tal vez ambos se propusieron jugar el juego, y así cada uno era el pretexto para el otro, pudiendo así escapar a la increíble soledad en la que estaban. De pronto, una noche de fin de semana, se besaron en medio de un baile y ese beso les gustó, porque no había sido más que un beso fraterno. Un beso con el que se regalaban tibieza, básica expresión del cariño inmenso que se tenían. Wilma venía jugando todo este tiempo a enfriar la relación que una vez había soñado ardiente. De hecho, a la figura de Raúl ya la había despojado de todo carácter de erotismo. Lo había convertido en un ser asexuado. Otra noche y otros bailes, también compartieron esos besos extraños, supuestamente fútiles.
Sin embargo, una tarde, en la caleta pesquera que ambos gustaban de visitar, mientras caminaban por el borde costero, Raúl decidió romper la tranquila seguridad de esa amistad inocua.

-No sé qué me está pasando, algo está sucediendo y tú, me parece, eres la responsable- juzgó.
-No comprendo. ¿Puedes ser un poco más concreto?- inquirió Wilma.
-Pues que mis sentimientos, mi naturaleza, mi… mi homosexualidad, que desde hace muchos años tenía como algo tan claro, preciso, en mi vida…, no sé, algo está cambiando. Me están sucediendo cosas que no comprendo. Lo único que sé es que tú las provocas- argumentó al tiempo que le tomaba el rostro, con ambas manos y por fin, se decidía a besarla, con un beso que intentaba entregar verdadero cariño heterosexual.
Wilma correspondió a ese beso, halagada y esa antigua decisión de querer enfriarlo todo quedó en el olvido. Que un tipo bien parecido, le hablase así, la halagaba, sinceramente; pero que ese tipo fuera además un reconocido homosexual, y le hablase así, y la besase así, la halagaba doblemente, porque según su forma de ver las cosas, ella podía hacer cambiar la naturaleza de Raúl. Cuestión que esperaba, cosa que quería.

-Creo que tengo que replantearme todo, porque te estoy viendo con otros ojos. Me importas, te sueño, quiero estar contigo, quiero tenerte a mi lado. Quiero olvidarme de todo, contigo…- Raúl creyó estar siendo totalmente honesto.
-¡Espera, espérate un poco! Vamos con calma- dijo Wilma, al tiempo que interponía una cautelosa mano entre ella y el atlético pecho de Raúl, abriendo un espacio de prudencia- no nos apresuremos. No nos equivoquemos, por favor.
-Está bien. Estoy tan feliz, por habértelo dicho. Estoy tan feliz contigo. Vamos, sácate las zapatillas y corramos por la playa- dijo, casi gritándole de alegría.

Y corrieron.

***********************

Poco a poco después de ese beso en la playa, Wilma comenzó a desconocer la distancia inmensa que alguna vez había construido entre ellos. El pequeño detalle de su homosexualidad pasó a ser una mera anécdota y, lo peor de todo, una anécdota del pasado. Salían juntos y ya no le incomodaba que los vieran tomados de la mano. La opción sexual de Raúl era un tema que no quería que le interesara. No le interesaba siquiera que lo vieran besándolo, en alguna oportunidad. Las pocas amistades de Wilma creían que Raúl era en realidad bisexual, mientras que dos o tres recónditos amigos de él, sólo atinaban a bromear. Lo molestaban muchísimo, diciéndole que se había cambiado de bando.
Tiempo después, durante una fiesta de disfraces, los sentimientos de Wilma, que estaban cambiando, comenzaron a manifestarse, porque ya lo necesitaba de una manera especial.

-Creo que soy una tonta. Sí, yo, Wilma Isabel Zavala Yáñez, me declaro una tonta de tomo y lomo…- se sorprendió hablando sola, fuera de la casa en la que se había organizado la fiesta.
Ella había salido para fumar y no había resistido la tentación de hablar consigo misma, en voz alta, teniendo como cómplices y testigos los rosales y las calas del jardín.

-Creo que soy una gran tonta, porque necesito estar con él, escuchar sus conversaciones, sentir su risa. Reírnos juntos- y a modo de argumentación, comenzó a imaginarse que tenía como interlocutoras a sus dos amigas, Muriel y Marilyn, a quienes dirigía sus razonamientos, como si ellas le hubieran pedido explicaciones, -es que somos una pareja ideal, porque yo, si quiero estar con alguien, quiero que ese alguien sea mi partner y él lo es. Quiero que me apañe y nos divirtamos juntos y que sea entusiasta y me aganche en todo lo que se me ocurra y Raúl lo hace. Hace todo eso y más. Está siempre allí. Además, lo que más me llama la atención es que es muy empático, a veces me anticipa en lo que yo pienso y siento.

Wilma hizo un breve alto discursivo, para dar una última aspirada a su cigarrillo, el cual apagó luego, en una pequeña pocita de agua que se formó producto del reciente riego automático del jardín. Entonces, incorporándose, meditó que Raúl, tan lleno de virtudes, no era bueno para decir “te quiero”, para expresar el cariño hablando melosamente. Era más bien recatado y eso también le agregaba un aire de inalcanzable… y con lo que a ella le gustaban los desafíos.

Una tarde en que paseaban por el parque, a la salida de la oficina, Raúl le hizo otra confesión:

-Le hablé de ti a mi madre.
-¿Y?
-Se volvió loca de felicidad. No cabía en sí. Y, obvio, quiere conocerte de inmediato.
-¿Por qué?
-¿Cómo que por qué?, elemental mi querido Watson, porque comenzó a amarte inmediatamente, sin haberte visto nunca.
-Creo que le estás poniendo mucho…
-Pero si eres la Salvación para mi madre.
-¿Cómo así?
-Pues, que eres la esperanza, la única esperanza que le queda, de que su único hijo se vuelva hétero- argumentó Raúl y Wilma quedó largo rato en silencio, pensando.

La relación que Wilma y Raúl habían construido era muy particular. Se amaban aún reconociendo la necesidad de ella de tener un hombre y de él reconociéndose homosexual, pero un homosexual que sentía fuertemente la necesidad de compartir, de estar con Wilma, incluso de tocarla, de besarla. Sin embargo, faltaba mucho tiempo, para que fuera algo más que eso.
Dos meses después, Wilma lo consideraba su pareja y de él no esperaba nada y lo esperaba todo. Salían a todos lados, haciendo de paso muy feliz a la anciana madre de Raúl, que inventaba situaciones inextricables que confirmaban un cambio de naturaleza en su hijo.

-Tú eres una mina de oro para mí- reía Raúl, como un chiquillo.
-¿Por qué?
-Porque me siento un adolescente. Esto me hace regresar 30 años en el pasado... ¡30 años! –hizo un gesto que mostraba conformismo levantando sus cejas y terminó diciendo -¡Cómo ha pasado el tiempo… podría ser tu padre!
-¡Tonto!- fue la única respuesta de Wilma, quien dibujo un mohín de desagrado en su rostro, ante el último comentario.
Raúl rió de buena gana, al provocar el cambio de ánimo en Wilma y continuó argumentando, -tú eres una mina de oro, para mí. Con decirte que le cuento a mi madre que quiero salir contigo durante el fin de semana y ella misma me ofrece la cabaña en la cordillera o el yate de papá. Hummm, suena tan mamón eso del yate de papá.

-El yate de papáaaaa…, el yate de papáaaaa- Wilma no soportó las ganas de burlarse.

Raúl la abrazó y le desordenó el pelo. Se miraron, se besaron y siguieron caminando y conversando bajo los frondosos árboles, como entrañables amigos.

La pareja nunca instituyó una relación estable, por lo que había surgido el convencimiento tácito de que ambos podían estar con otras personas cuando no estuvieran juntos. Además, Raúl caminaba sin atinar a resolver el tremendo enredo que tenía en la cabeza y en el corazón. Amaba a Wilma, pero sabía que eso no era suficiente, sabía de sobra que ella necesitaba más, lo intuía y también lo evidenciaba cuando escuchaba el entrecortado respirar de Wilma.
Entonces Raúl se encontraba apurado por sentir cosas, por experimentar para aclarar dudas, profundas dudas que lo asaltaban. Se estaba replanteando su homosexualidad. Su gran duda era saber, finalmente.

El último fin de semana antes de que Wilma iniciara sus vacaciones, Raúl la invitó a recorrer la costa en el mentado yate de papá.

-Mañana temprano, a eso de las 8 de la mañana, nos encontramos en el muelle. ¿De acuerdo?- le dijo por teléfono.

Wilma cogió alguna ropa y la metió desordenada en su mochila de viaje. Su compañera de andanzas juveniles diseñada y cosida de propia mano, una tarde de primavera, a partir de un jeans regalón. Desayunó frutas y cereales, bajó y tomó el primer taxi hasta el muelle.
La brisa salobre la recibió junto al inconfundible coro de gaviotas y chorlitos playeros; sin embargo, pasaron los minutos y Raúl no apareció. Preocupada, Wilma llamó a su teléfono celular, pero una voz mecánica le señaló que el abonado tenía su equipo apagado o se encontraba fuera de área de cobertura. Entonces, se decidió, como último recurso a llamar a casa de la madre de Raúl.

-Pero, mi niña, ¿no está contigo?, si me dijo que saldrían ustedes en el yate- la voz de la anciana sonó preocupada.

Wilma entonces entristeció y permaneció largos minutos en el muelle, viendo irse y llegar decenas de embarcaciones. En cada una de ellas se iban esperanzas y arribaban certezas.
Comprendió entonces, a la fuerza de las evidencias, que el amor es cíclico, que uno la pasa bien un rato, pero después el amor se termina. Entonces a uno le corresponde pasarlo mal otro rato y luego continuamos por la vida, creciendo, riendo y llorando. Wilma se convenció que el amor no es para siempre, y comenzó a creer solamente en ese presente que aparece delante de nuestras narices. Entendió que la presión del medio y de la propia naturaleza, es fuerte y que hasta el más mentado cede a esas presiones. Y era lo que le había sucedido a Raúl quien, a pesar de querer estar con Wilma, necesitaba querer a su manera. Querer y ser querido. Se dio cuenta que esa es toda la verdad de las vidas diferentes que caminan en forma de seres humanos por aquí y por allá, rozándose, topándose a veces y provocando en ocasiones encuentros que son maravillosos, mientras duran. Wilma se dio cuenta de que ambos no habían sido sino meras tablas de salvación para escapar de las soledades que los azuzaban. Como no habían formulado expresamente la meta de estar juntos consolidando una relación, sabían muy íntimamente que eso se acabaría alguna vez.

A pesar de los sentimientos, a Raúl lo urgía una naturaleza incuestionable. Para él no había opción, porque la realidad que le correspondía vivir no era opción sino un camino ineludible, un designio inclemente que actúa sobre todos, determinando conductas y consecuencias sin ninguna compasión.

Wilma Isabel Zavala Yánez, descorrió la cortina de la pequeña ventana en el altillo de la cabaña de sus abuelos, hasta donde había corrido para refugiarse. Terminaba de escribir las últimas palabras que enviaría a Raúl, en una carta a la usanza antigua, en un sobre, con estampilla y todo. La formalidad era requerida, por lo perentorio de su decisión.
Wilma Isabel leyó, con el ánimo de corregir cualquier error:

“No sé, Raúl,… hace un par de días tengo la cabeza echa añicos. Espero que no malinterpretes nada, porque no necesito eso y de ser así, me causaría mucho dolor. Realmente, no sé con claridad qué quiero decirte. Si meses atrás me hubieras dicho que habías intimado con alguien, podría haberlo entendido. Me habría obligado a entenderlo y aceptarlo, pero te juro que si ahora me dices algo así… no sé que me pasaría.
La verdad es que nunca pensé que lo nuestro cambiaría. Te vi como el mejor amigo que jamás tuve, a quien le contaba todo, con el que bailaba y con quien me besaba y, pues bien, todo eso me gustaba, pero ahora…, no sé, lo veo todo con otros ojos.
Por Dios, nunca pensé que esto sucedería. Hoy me gustaría decirte que te extraño, que te quiero ver…, pero no lo hago porque sé que respecto de estas situaciones eres tan prudente y, a veces, frío, que me da miedo no recibir tu respuesta. También lamento creer que soy la única de los dos que está sintiendo esto. Ustedes los hombres son tan especiales para sentir y tú, al margen de tu homosexualidad, eres un hombre, hecho y derecho, cortado con las mismas tijeras.
Lamento importunarte con estas palabras. Éstas, que serán mis últimas palabras. En realidad, ¿viste? No supe bien qué quería decirte. Sólo que te amé entrañablemente, sólo que todavía te amo entrañablemente, aunque eso no cambie nada… ya está, ya lo he dicho. Ahora, que el agua corra bajo este puente…

Siempre tuya,
Wilma Isabel Zavala Yáñez”.



Al cabo de sus vacaciones, en las que aprovechó para reconstruirse y mirar la vida desde la vereda de las certezas, Wilma decidió no volver a su trabajo y experimentar nuevos caminos.


FIN

jueves, 10 de julio de 2008

Y por eso...



W. B. U.


En el letargo de la noche
puedo sentir este resabio que dejaste,
abandonado como quiltro, oh mi maldita.

Sube este sabor de marasmos infaustos
desde lo más profundo de mi estómago marchito,
que se aprieta por no tenerte,
que se estruja por no verte, por no escucharte,
que se oprime por no sentirte
y se queda allí, hiriéndome la garganta,
anquilosado, oxidándose, haciendo eterno el recuerdo.

Y por eso odio todo.

Ya no quiero ver caer estrellas,
en el cielo nocturno de tu pelo,
porque ya no lo tengo,
porque ya lo he perdido.

Pero me niego a todo,
y quiero sucumbir la historia,
zarandear la memoria de los muertos,
quiero negarme al devenir y sentirte ahora,
verte animada, oírte encendida,
tenerte viva y presente,
sintiendo tu aliento en mi boca,
palparte cotidiana, rozarte a cada hora,
hurgarte a besos,
explorarte y conquistarte a besos,
abatirte a besos,
postrarte a besos,
fatigarte a besos…

Pero no estás,
y es tan grande tu silencio que me enferma,
y por eso camino entre la gente
apoyando en mis bolsillos las manos del temor,
pero te busco igual, porque odio este dolor.
Y por eso mis ojos se niegan a perder tu imagen
y quieren advertirte entre las sombras de la gente,
distinguirte en la calle que abruma,
notarte entre todas,
percibirte entre muchas,
reparar en ti…

miércoles, 9 de julio de 2008

Resistencia



W. B. U.

No te preocupes,
si alguna vez,
al darte la vuelta
ves que te estoy
mirando el poto,

no te preocupes,
es apenas
algo que queda
de este machismo
que se resiste a ser
domesticado…

miércoles, 2 de julio de 2008

Sin apuros




W. B. U.


He cambiado, ya no soy el mismo.
He muerto y he resucitado para ti.
Por eso hoy me gustaría amarte tiernamente
sin apuros,
rasgarte la piel con el pétalo de una rosa
como una lesbiana, que explora lento,
sin ansiedades,
para así sentir, por primera vez,
la esencia final de tu aroma,
que debe oler a madera dura y noble.

Déjame amarte de otra forma,
vaciémonos de obligaciones,
ansío amarte descontroladamente,
que sea lo que sea,
que nada sea una obligación,
qué más da...
quiero sentirme niño contigo,
jugar contigo,
permíteme finalmente hacer mío
este afán de caricias y silencios.

Dejemos a un lado la obligación del orgasmo,
y el patético deber de la reciprocidad
que lo enturbia y lo daña todo.
Superemos los límites ciegos,
los imperativos sordos,
entrampémonos en el devenir del placer,
porque hoy mi pene no será el dios
que debe ser adorado.
Quiero pensar en ti, un poco más en ti, sólo en ti.

Así es que mírame con otros ojos,
tócame con otras manos,
acostúmbrate a mis nuevos ritmos,
acostúmbrate a que los días serán largos,
a que te amaré lentamente,
sin urgencias.