viernes, 7 de diciembre de 2007

En el baño



W. B. U.

Fui levantando lentamente mi cabeza, mientras un murmullo monocorde me aseguraba que afuera la gente pasaba raudamente, dándose de empellones y llevando a cuestas, en todas direcciones, sus vidas y esperanzas. Mis tímidas pupilas demoraron en mirarlo a los ojos, pero cuando finalmente lo hice, vi en ellos la frialdad de una decisión inquebrantable, una decisión ya tomada, de aquellas que uno piensa que comprometen todo el libre albedrío. Pasado, presente y futuro, fundidos en una sola decisión.
Como muchas veces me había pasado, nuevamente estaba en el lugar equivocado y en el momento inoportuno. Otras veces había sabido sacarle el cuerpo a más de algún problema, pero esta vez detrás de él, por sobre su hombro derecho podía ver yo la puerta del baño y, en esta ocasión, sólo me quedaba enfrentar mi suerte. Esta vez estaba en una incómoda situación y no podría hacerle una verónica, una finta al destino.
Se cumplían las últimas semanas del año y me encontraba en el baño de la Facultad de Ciencias Económicas de la universidad. En el lugar, permanentemente hay un entrar y un salir de jóvenes estudiantes. Sin embargo, como por una sentenciosa decisión del destino, esta vez no entraría nadie más. El fatal hado de mi vida ya había lanzado mis dados y me tocaba esperar el desenlace de los hechos.
Nunca pensé que el suicidio de un hombre sería una forma de terminar con sus preocupaciones y sus problemas, si es que fuera una forma válida. Nunca pensé tampoco que tendría que presenciar algo tan escalofriante como ver a un tipo que se va a levantar la tapa de los sesos; pero allí estaba yo, sólo en un frío baño y mirándolo a él, que ya tenía el revólver apoyado en la sien izquierda. Detrás de él se veía la puerta que ansiaba. Ese dintel marcaba el límite exacto entre la anécdota más conmovedora de mi vida y la tranquilidad de mi anónima existencia. Pero era un límite al cual no podía acceder. Era un balcón inaccesible, una puerta tapiada. Mis manos comenzaron a transpirar y mi ritmo cardiaco se aceleró a mil. Un grito se atoró en mi garganta y permaneció allí, quitándome el aliento hasta provocarme una angustia enorme. Me miró con unos ojos sombríos que ya no decían nada. Eran dos esferas de acero bruñido y helado. Dos esferas que ya habían olvidado la forma de llorar. Detrás del cristal oscuro de sus pupilas sólo se adivinaba un profundo abismo de miedos y fracasos.
El silencio eterno y también profundo de aquel baño, era interrumpido por el monótono goteo de una llave, cuyos minúsculos ecos rebotaban en las paredes de cerámica. El macabro espacio era sacudido por la intermitencia algo enfermiza del tubo fluorescente amarillento que iluminaba malamente el recinto. Una extraña mixtura de hedores a orines y humedad, mezclada con los efluvios químicos marinos de aquellas pastillas que cuelgan dentro de las tazas de los baños llegaban, como una intromisión, hasta mis pulmones hiriendo impunemente mi nariz.
Sus oscuros ojos estaban ya vacíos y ni un reflejo se vislumbraba en la oscura extensión de su mirada. La otrora brillante superficie de sus ojos mostraba una opacidad que quería anticiparse a la muerte. Al atreverme a mirarlo pensé que ya estaba muerto. Tal vez la vida ya se le había ido y jalar del gatillo, en breves segundos más, era sólo un mero trámite obligado por la fuerza del destino.
En esa universidad en la que la casualidad quiso reunirnos, durante largas mañanas veía el mismo rostro. Aunque durante mucho tiempo vi en sus ojos el brillo de la esperanza y los sueños, ahora, no había nada eso. No quedaba ni un sólo rastro de lo que pudiera llamarse un poco de amor propio. Pensé, al verlo por primera vez, con el revólver apoyado en su cabeza, que sentiría miedo, pero nada de eso ocurrió tampoco. La situación era tensa y yo nunca me había imaginado vivir una experiencia así.
Afuera, me esforzaba en imaginar, el sol debía estar cayendo de lado sobre los árboles y estar pintando miles de sombras sobre el césped.
Siempre me caractericé por ser algo tímido, quizás hasta cobarde, pero me excitó el saber que estaba deseando verlo cuando se levantara la tapa de los sesos y su vida se le fuera violentamente, como un estornudo, como un orgasmo infame, como un relámpago al cual le seguiría una noche tenebrosa y el silencio. Pensé que tal vez sería prudente retroceder, para verlo mejor. Él también retrocedió.
Me desconocía. Nunca antes había sentido ese gustillo morboso que ahora me excitaba. Quizás mi madre sentiría vergüenza de los sentimientos y aún deseos de su hijo, que tenía por fama el haber sido siempre tan empático. Pero ya hacía mucho tiempo que había abandonado el calor y la seguridad del hogar y las cosas inevitablemente cambian. Las cosas cambian, así como los sueños, y sin pensarlo, estaba yo en una tribuna privilegiada, solo en un baño, presenciando el suicidio de un hombre. Nadie tendría que contármelo, lo iba a presenciar. Ya no sería el segundón que siempre fui y que siempre estuvo lejos de lo verdaderamente importante, de lo realmente significativo. Ahora nadie me tendría que decir cómo era un suicidio y tal vez esta experiencia extrema sería un reiterado tema de conversación en el que por fin estaría en el centro de la preocupación de los demás.
La cabeza, sin embargo, estaba a punto de estallarme. Cada latido de mi corazón retumbaba en mi cabeza, hacían sacudir mis sienes. Parecía que el corazón se me escapaba del pecho cuando comencé a verlo como apretaba lentamente el gatillo de su revólver. En esos momentos, la suerte de toda una vida dependía de la fuerza de un solo dedo. Su respirar era cansado, abandonado al delirio de la entrega, porque eso hacía, se estaba entregando cual mártir de su propia ignominia, porque a pesar de sus relativos éxitos el saldo final de su vida era considerado un fracaso. Yo no quería gritarle que se detuviera. Tampoco tuve la valentía de lanzarme sobre él y arrebatarle el arma. El martillo se iba lentamente hacia atrás mientras la nuez comenzaba a girar. Mis ojos se fijaron en el reluciente reflejo del metal, el cuadro que veía estaba lleno del metal negro del arma. Yo intentaba adivinar cuando se desencadenaría todo, intentaba precisar el momento exacto en que el martillo del revólver dejaría de abrirse para comenzar su violenta liberación hacia delante, hacia el fulminante de la bala que esperaba con paciencia de bronce en la recámara…

El detective que realizó el peritaje también sacó muestras de la sangre que había salpicado el espejo del solitario baño.

FIN

1 comentario:

Anónimo dijo...

provocar en la imaginacíon agena la idea de otro ente, cuando se trata de una sola persona es algo muy agradable; creo que el sentirse engañado pero con la evidencia ante los ojos en todo momento es la magia de la genialidad...
bueno, estoy de acuerdo.. sin comentario XD!

yinter