viernes, 14 de diciembre de 2007

Desnudo frente al mar




W. B. U.

Bajé sin apurar mis pasos por la larga escalera que se fundía con la irregular topografía del terreno. La superficie semi amarillenta del campo evidenciaba el rigor del sol, cayendo pesadamente y por largas horas, sobre la dura hierba. Cada cierto tramo algunas pequeñas flores impertinentes, intentaban irisar la rutinaria coloración siena de un prado costero acostumbrado a las inclemencias del clima, y en ellas, los pocos insectos realizaban su actividad con deleite y fruición, como apostando que en ello se les iba la vida entera.
A los pocos peldaños, me detuve y miré hacia la clara y curva amplitud del océano, llené mis pulmones con el aire salino y tibio de la tarde, y mis oídos fueron golpeados por una alharaca congregación de gaviotas, chorlitos y playeros blancos que revoloteaban encima de mi cabeza. La estucada superficie de la playa, allá abajo, reflejaba un brillo grisáceo sobre el cual se recortó, claramente, la amplia envergadura de un pelícano que, sin agitar sus alas, era capaz de avanzar por el largo trecho del litoral.
Allí abajo estaba la arena, pintada de variados colores por los distintos modelos de quitasoles y toallas, y por las tonalidades de distintos bronceados que ofrecían los cuerpos desnudos de una cincuentena de personas.
¿Me atrevería a desnudarme, respondiendo a la invitación que me hizo una colega de trabajo? “Yo iré con mi marido y mis dos hijas”, señaló, ampliando así la invitación que me hacía, a mi esposa e hijo. Sin embargo, allí estaba yo, solo, mientras mi esposa e hijo se había quedado en casa, esperando mi regreso y los comentarios de esta experiencia tan loca que había decidido tener.
Me sentía como aturdido, no por la maravillosa limpieza del paisaje, sino por la experiencia que estaba a punto de tener. ¿Sería capaz de desnudarme?
Empujado quizás por el simple hecho de estar ya allí, o por el hecho de que la distancia que ya había recorrido desde el estacionamiento a la escalera, era más larga que lo que me restaba por acceder a la playa, seguí bajando, sin apuro, mientras me asaltaban una serie de miedos. ¿Y si al mirar a una mujer se me produce una erección?, ¿Y si no puedo controlar el rubor en mis mejillas?, ¿Y si alguien, mujer u hombre, se me acerca demasiado a conversar, cómo tendré que comportarme?, ¿Y si los hombres tienen penes más grandes que el mío?
Imbuido en estos pensamientos, no me di cuenta cuando mis pies tocaron la irregular superficie de la arena.
Debía caminar unos 200 metros hacia el norte, pero ¿sería ese un buen momento para abortar todo y caminar hacia el otro lado? No, definitivamente no estaría tranquilo conmigo mismo. De pronto se me cruzó un pensamiento un tanto tranquilizador. ¿Qué tal si mi colega de trabajo no pudo venir y solamente hay gente que nunca he visto antes? En el peor de los casos, podría retirarme de la playa estando seguro de que no volvería a ver jamás a estas personas.
Comencé a avanzar hacia Playa Luna y comencé a sentir un mayor riesgo, cuando la difusa imagen de cuerpos desnudos tendidos en la arena, comenzaron a dibujarse con mayor detalle en mi retina, a cada paso que daba.
De pronto, adivinando que había gritado mi nombre, porque la persistente brisa y el alborotado graznar de las aves impedían escuchar, salvo a un interlocutor cercano, vi que mi colega, completamente desnuda me saludaba a lo lejos, moviendo sus brazos, se levantaba del lado de su marido y acompañada por sus dos hijitas, comenzaba a caminar a mi encuentro cubriéndose, sólo del sol, con un sombrero de ala amplia, tejido en fibra de arroz.
Asegurado por la distancia, que me ofrecía una cobarde impunidad, cuando aún nos separaban unos 30 metros, apuré una mirada a sus pechos y a sus vellos púbicos que, obviamente, nunca había visto antes, a pesar de los tres años de relación laboral que teníamos, coincidiendo en la misma oficina.
Ella soltó la mano de su hija, abrió ampliamente sus brazos y su sonrisa y me dio un abrazo apretado:

-Qué rico que viniste- me dijo Sonja, mientras yo, todo turbado no me atrevía a mirar su desnudez, sintiéndome observado y evaluado por su marido, y no me atreví a abrazarla por temor a rozar su piel.

-Saluden al tío- les dijo a sus hijas, y las chiquitas con una naturalidad angelical, se acercaron para que nos diéramos un beso; yo les ofrecí mi mejilla, sin embargo, la más pequeña, de unos cuatro años, me besó en los labios, acostumbrada a besar así a su padre y sin quererlo me provocó una mayor desorientación.

Adivinando mi turbación, Sonja me tomó del brazo y me dirigió al lugar que estaban ocupando en la playa. En el corto trecho, habló de la temperatura y de la brisa, de cosas que evidentemente no requerían de una respuesta. Pocos metros antes de llegar a la toalla, se dirigió a su marido, que leía un libro, anunciándole mi evidente arribo. Éste se volteó balanceando descuidadamente su pene que sentí como una agresión y que calculé era más grande que el mío, mientras él, me ofrecía una generosa sonrisa y me daba la bienvenida, mirándome a los ojos.

Advertida mi turbación, Sonja avisó que iba con sus hijas a bañarse, quedándome sólo con el marido, quien con su mano derecha, sacudía distraído algo de arena de sus genitales, mientras me preguntaba si era la primera vez que acudía a Playa Luna. Él se acostó de espalda clavando los codos en la arena para poder mirar permanentemente a sus hijas y esposa, en el borde del mar. Su vigilante actitud de varón protector, me dio la posibilidad de mirarle nuevamente el pene para compararlo con el mío. En realidad, no era mucho más grande o tal vez sería del mismo tamaño.
Concentrado en estas críticas comparaciones que aseguraban mi virilidad, no me di cuenta cuando una joven mujer se nos acercó, quedando su vulva de abundante vellosidad a la altura de mis ojos, saludó al esposo de mi colega y le pidió fuego. Yo intentaba desviar la mirada.
Mi eventual compañero no fumaba, por lo que ella se dirigió a mí:

-¿Y tú, tienes fósforos o encendedor?, dijo mientras me enseñaba su cigarrillo.

Estaba muy complicado, porque tenía mi mirada clavada en la arena y sabía que para responderle adecuadamente, debía levantar mi vista pasando por su vulva y luego por sus pechos, hasta llegar a sus ojos. Afortunadamente, el sol en contra provocó que instintivamente entrecerrara mis ojos y, cubriéndome la frente con mi mano izquierda a modo de visera, evité ver lo que me sentía incómodo de ver. En ese tiempo fumaba, por lo que, con un poco de esfuerzo, oculté el temblor de mis manos, mientras buscaba un encendedor en mis bolsillos.
Ella se agachó sujetándose el pelo y poniendo su cigarro a la altura del encendedor, mientras sus pechos le colgaban libremente, dejándose vencer por la gravedad. Después de pegar dos o tres fuertes chupadas, de las que salieron bocanadas de humo, me preguntó, todavía agachada:

-¿Eres textil?.

Al esposo de mi colega la impertinente pregunta le dibujó una sonrisa en el semblante, mientras yo creo que ponía mi mejor cara de estúpido.

-“Textiles son los que acuden a la playa vestidos y que se meten al mar o toman el sol con traje de baño”, me explicó, entendiendo que estaba nuevamente frente al dilema de tener que desnudarme.

Mi pregunta era persistente y una sola: ¿Sería capaz de hacerlo?

-“Si no lo haces, nadie te van a decir nada, pero si miras bien, eres el único que está vestido y te pueden empezar a mirar como bicho raro”, continuó mi interlocutor.

Sacarme la camisa fue fácil. Comencé a doblarla exageradamente y la guardé en mi bolso, con una delicadeza y cuidado que nunca antes había tenido. Luego me saqué las zapatillas y los calcetines, los que también guardé con preocupación. Para darme un poco de fuerzas, respiré profundo y bajé el cierre de mi blue jeans y me aprestaba a sacarme los pantalones cuando Sonja llegó riendo con sus hijas y salpicándonos un poco de agua.

-“Mehh, todavía no te sacas la ropa”- me dijo despreocupadamente, mientras ordenaba las toallas a sus hijas y para ella misma, dejándose caer de espalda, tan larga como era y totalmente desnuda, a escasos 30 centímetros de donde yo estaba. “Ahh, esto es vida. Está rica el agua…”, fue su ultimo comentario, antes de terminar de sacudir su pelo, cerrar sus ojos y entregarse a los rayos del sol.

-“¡Bien, ahora me toca a mí!”-, dijo el marido y salió llevando su desnudez hacia la espuma, coordinando su carrera con las olas, para ingresar con un clavado, justo en la base de una ola que se había desatado para reventar en la arena.

Me sentía verdaderamente extraño. Comencé, entonces, a mirar el cuerpo desnudo de Sonja, en medio de la playa, mientras las gaviotas revoloteaban arriba de nuestras cabezas. Entonces vi el rigor de dos embarazos. Sus estrías eran como condecoraciones de ello, al igual que la cicatriz cruzada, semi oculta por sus vellos púbicos y bajo un pequeño bulto de grasa por debajo de su ombligo.
Cuando miré sus pezones me di cuenta que del borde de sus areolas salían algunos vellos castaños. Estaba preocupado de sacar el hilo suelto de una costura en mi pantalón, cuando mi colega, sin abrir los ojos me dijo:

-“Es más fácil desvestirse de una vez y ya”-, se le dibujó una leve sonrisa en los labios, una sonrisa que había sido controlada por el respeto que me tenía. Ella era capaz de respetar mis propios miedos. Después de ello, se dio vuelta, con una mano hizo dos cavidades en la arena donde depositó sus pechos y continuó tomando sol, despreocupada. A lo lejos, su marido conversaba con otras personas en medio de un grupo, todos desnudos, entre las cuales habían desde ancianos hasta niños pequeños.

“Desvestirse de una vez y ya”, me rondaban esas palabras. Recorrí mi entorno con la vista y observé que algunos me miraban, sentí que hablaban de mí, así es que lo hice, me saqué el pantalón con la ropa interior incluida “de una vez”. En ese momento, Sonja se incorporó y cubrió los cuerpos de sus hijitas con bloqueador solar y además movió dos quitasoles para protegerlas. “Niñas, quédense aquí hasta que vuelva”, les aconsejó.

Entonces se incorporó y me extendió su mano:

-¿Vamos a caminar un rato?-, me dijo, y yo sentí que algo se atoraba en mi garganta. Me tomó la mano y no pude negarme. En breves minutos comencé a sentir cómo la brisa marina recorría cada centímetro de mi cuerpo.

-“¿Más tranquilo?”-, preguntó Sonja.

-“Un poquito”-, respondí.

-“El cuerpo desnudo no tiene nada que ver con el sexo”-, sentenció mi colega.

Tres horas después, ya había caminado desnudo a lo largo de la playa en varias oportunidades, no había experimentado ninguna temida erección, me había sentido conectado con la naturaleza, pequeño como una célula en este maravilloso universo que se llama Playa Luna. Hasta había cruzado miradas con otras personas, saludándolas con un leve movimiento de la cabeza. Creo que alcancé a intercambiar tres o cuatro palabras con un joven veinteañero, hasta que de pronto me di cuenta que estaba rodeado de cuerpos, potos, piernas, penes, abdómenes, tetas, brazos, manos, pero me di cuenta también que a Sonja y a su esposo, así como a sus pequeñas hijas, desde hacía un buen rato, les venía mirando a los ojos.
Hasta hoy agradezco a Sonja su invitación. Hasta hoy, que frecuento Playa Luna con mi familia, porque aprendí a desnudarme de mis miedos y de la creencia de que el cuerpo tiene que ver exclusivamente con el sexo. Aprendí a desnudarme de aquellas inhibiciones que me enseñaron a tener desde la más tierna infancia.
Aprendí a desnudar mis prejuicios y entendí que el estar desnudo sólo molesta a quien acostumbra a escrutar al prójimo.

Sí, verdaderamente me había logrado desvestir. Estuve totalmente desnudo frente al mar.



FIN

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