martes, 18 de diciembre de 2007

Hacedor de Hombres




W. B. U.

Mientras todos pensaban que sería bueno para él que muriera cuanto antes, postrado en su cama por ya tres largos meses, el anciano estaba enfrascado en la febril, secreta y divina actividad de hacedor de hombres. Esto, desde que se había enterado que Dios enseñaba irresponsablemente las primeras muestras de cansancio, dejando en peligro la continuidad de la Creación, el futuro de la Humanidad.
A veces, distante de la realidad que se le presentaba entre los límites contenidos del universo que era su apacible pieza, el pobre y cansado viejo no hacía otra cosa que permanecer por largas horas con sus ojos abiertos, como si el tiempo se hubiera detenido en él, mirando hacia un punto infinito que quería dislocarse del cenit de su dormitorio. Los ruidos de la vorágine habitual de la casa le resultaban absolutamente desconocidos de la mañana a la noche y a veces, jugaba a decir demenciales incoherencias.

-¡Qué pasa papá, que no duerme, por Dios!, mire que ya es tarde…-, lo recriminó tiernamente su hija.
-Es que ahora le estoy enseñando todo lo que deberá saber-, le dijo, dejándola perpleja. Por cierto, le hablaba de un nuevo niño que andaba por allí y que quizás nunca llegarían a conocer.

En otra oportunidad, le había confesado que dentro de su arrugada piel y conviviendo con deteriorados órganos, había en ese cuerpo que ella identificaba como el del antiguo asesor de abogados, uno de los pocos hacedores de hombres que iban quedando en ese pueblo gris, donde cada vez nacían menos criaturas.
Y era verdad, porque del padre quedaba tan sólo una figura humana corrompida por el tiempo, una piel y una forma que se deterioraba paulatinamente. El padre, aquel que había sabido despertar las más grandes pasiones sociales en su hija, los más grandes sueños, aquel que había sabido construir en la hija los pilares de una moral incorruptible, ya había desaparecido hacía tiempo. Ahora era otro el que estaba en esa piel, en esa forma, en ese lento transcurrir del tiempo…
Como un semidiós que purgaba sus pecados, al igual que Sísifo que fue obligado por los dioses a empujar infinitamente una pesada roca hasta la cima de una montaña, desde donde caería una y otra vez, el viejo se negaba a morir, alargando las horas, porque se sentía obligado a pensar en nuevas vidas que deberían nacer en el pueblo.
No hacerlo habría sido una vergonzosa torpeza y ya no estaba para irresponsabilidades. Por ello, con pasión, con ardor, con arrebatamiento, obstinadamente pensaba en vidas, pasiones, expectativas, talentos y capacidades de nuevos hombres y mujeres que andarían por allí, los que tendrían como característica esencial, como firma de su autor, que serían capaces de amar, siempre, con pasión y desorden.
Y es que cada uno de nosotros hemos sido pensados por un hacedor de hombres y aquello que llaman personalidad, no es sino la sumatoria de las características que ellos tuvieron cuando experimentaron esta forma humana.

-Ya pues papá, ya es tarde, mañana sigue haciendo hombres-, le decía complaciente la hija, y lo arropaba bien y le apagaba la luz. Y así se alejaba cansada y con un dolorcillo en el pecho, pensando que su anciano padre ya estaba desvariando, porque nada encajaba en el mundo racional y reflexivo al cual estaba acostumbrada.

Sin embargo, cuando ya todos dormían en la vivienda, la escasa luz que se filtraba dentro de la habitación permitía que la curvatura de unos ojos abiertos y fijos en un punto mágico en el cenit de la pieza, resplandecieran de cuando en cuando con el sutil brillo inmaculado de la creación.

FIN

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