viernes, 20 de julio de 2007

Sin querellas




Walton Beltrán Uyevic


Me dijo que yo había actuado como una prostituta barata. Sí, eso fue precisamente lo que dijo antes de echarme de su casa, porque él “no sería capaz de vivir con la vergüenza”. Desde entonces he sentido esta sensación de institucionalizado abandono e insoportable negación y marginación familiar. Me quitaron el agua y la sal.
Mi gran pecado: el haberme enamorado de Roberto que tenía diez años más que yo. Me había enamorado locamente, pero a mis 18 años, eso era impensable para mi papá, que desde siempre había pensado otro futuro para mí.
Mi tozudez y mi pasión, mi despertar a la vida, embistieron cada uno de los argumentos conservadores de mi padre hasta que reventó su paciencia cuando me vestí con una corta minifalda y hablé sin disimulos de Roberto. Entonces el viejo enrojeció sus puños contra la superficie de la mesa para no golpearme y me echó de la casa. Según él, desde ese momento ya no tenía prole y así se lo hizo saber, sistemáticamente, a cuantos clientes y empresarios se atrevieron a cenar en su opulenta mansión.
Pues bien, han pasado 18 años de aquella vez y ahora mis incipientes canas las oculto con Koleston. En todo este tiempo sigo viviendo con Roberto, me titulé y he hecho de mi vida un caleidoscopio de talentos reconocidos en la televisión y la farándula criolla. Incluso, ahora estoy escribiendo una novela, desde que descubrí que había mantenido inconscientemente oculto otro talento que iba contra el pragmatismo de mi padre. Pero todo esto ha podido ser canalizado sólo al lado de mi amor, que ha sabido soportar, conmigo, las vergüenzas, la pérdida de una herencia y las solapadas burlas y envidias familiares.
Sin embargo, mis nervios están a punto de traicionarme, porque estoy golpeando nuevamente a la puerta de aquella mansión de la que una vez salí desbordando la vergüenza. Por primera vez, en todos estos años, mi padre quiso verme, porque se está muriendo y ésta puede ser la última vez que mi rostro se impregne en el azul intenso de sus ojos.
Gracias a Dios, Roberto decidió acompañarme. Cuando el mozo abrió la puerta, el impacto de las miradas de mis familiares hizo que tambaleáramos, sus cuchicheos comenzaron a ser la única letanía que se escuchaba en el amplio ambiente del living.
Yo tomé fuertemente la mano de Roberto y así avancé hasta el dormitorio donde moría mi padre. Mi madre, casi arrodillada y disminuida como siempre, yacía a un costado de la cama, cogiéndole una mano y mojándole los labios con un algodón empapado en agua.
Sin embargo, ya no estaba aquel hombre poderoso que había construido una gran fortuna en la metalurgia y que todos temían. Otrora su ira bastaba para hacer tambalear familias enteras, pero ahora había un ser temeroso de los cielos que se había ahogado en sus propios odios. Él, como un eterno juez, nuevamente tendría preparada su sentencia e influiría en mi vida por el resto de mis días. Quizás, a pesar de todo nunca dejó de quererme, aunque me echó de casa como a una puta barata.
El tenía la mirada azul clavada en el techo, pero un susurro de mi madre en su oído lo sacó de su ensimismamiento, intentó incorporar su anciana cabeza blanca, me miró desde sus secos párpados inquisidores y llenándose de clemencia, indulgente y generoso, levantó con esfuerzo su famélica y pecosa mano, como para invitarme a que me acercara.
Avancé sólo un paso y me detuve, entonces él, tolerante, comprensivo y paternal sacudió sus viejos odios para siempre, sonrió y estirando su huesuda mano como para alcanzar la mía, dijo:

--Hijo mío.



FIN

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