lunes, 10 de septiembre de 2007

La víctima



W. B. U.

-Llorai como un perro, comunista culia’o, ¿No te creíai tan valiente cuando vos y tus amigos nos tenían en las listas de exterminio?-, así le dijo mi cabo cuando lo sacó del auto y lo arrastramos unos metros hasta meterlo dentro de la casa abandonada que habíamos descubierto y utilizado en el campo, no lejos de la ciudad.
Yo acompañaba a otros tres colegas, cada uno con su pistola de servicio. La noche había caído rápido sobre los campos y una densa neblina hacía que los haces de luz del auto se perdieran en una virtual cortina blanca, a no más de siete metros de distancia, iluminando así ineficientemente el camino.
Mi sargento, que se encontraba en la casa, nos recibió con una sonrisa y un saludo. Al detenido le dio un culatazo en pleno rostro. Un culatazo que no pudo ser esquivado, porque se encontraba vendado e indefenso. Él tiritaba y lloraba, mientras yo me encontraba excitado, porque esa había sido mi primera misión.
Mi sargento comenzó por hacer que lo desnudáramos y lo amarráramos al catre, luego él mismo lo mojó, lanzándole un balde y comenzó a interrogarlo. El delgado profesor de filosofía decía que no sabía nada, pero mi sargento le decía que sí.
--Aquí cagaste, hueón, aquí vai a tener que largarla toda--, le gritaba mi sargento, mientras se le inyectaban los ojos de un color rojo que no se puede describir. Después, para comprobar que el equipo funcionara le aplicó el fierro en las costillas. Yo sentí en ese minuto una confusa sensación. No creía que un cuerpo pudiera torcerse de esa manera.
--Dime la firme hueón, porque la siguiente va a ir a los cocos--, sentenció mi sargento y a mí me recorrió la espalda, de arriba abajo, una corriente fría. Instintivamente apreté un poco mis piernas.
La noche aquella fue demasiado larga. El profesor sólo lloraba y pedía piedad. Quería ver a su esposa y a su hijita. Las llamaba por sus nombres, pero yo quise olvidarlos. En algunas ocasiones lo sorprendí diciendo bien bajito y con una infinita resignación: “mamita…, mi mamita…”.
Sin embargo, mientras él iba muriendo en mí se iba abriendo una profunda herida, una úlcera que no he podido sanar, que me ha gangrenado el alma y por la cual ni siquiera merezco la menor compasión. Tal vez algún día, si la vida me acompaña, yo mismo pueda alcanzar a compadecerme. Quizás pueda llegar a perdonarme.
Al final, señores jueces, lo único que puedo decir es que sí, yo fui uno de sus asesinos. Todavía me atormentan, cada noche, antes de que me venza el sueño, sus gritos desgarradores. Todavía lo escucho cuando se ahogó con su propia sangre. Pero, después de todo, creo que él fue más afortunado que yo. Él murió después de doce horas de interrogatorio y yo, desde esa noche, vengo muriendo cada día, sin poder esconderme de mí mismo, sin poder escapar de esta vergüenza, cuando escucho a mi pequeño hijo decirle a mi esposa: “mamita…, mi mamita…”. En esas ocasiones, al acostarme, siento un temblor en mis testículos, en mis dientes, en mis costillas, siento el culatazo en mi frente, siento mi cuerpo arrastrado por un camino oscuro, porque de algún modo, aunque no sepa explicarlo, con el paso de los años, yo me he convertido en la víctima”.
FIN

No hay comentarios: