jueves, 27 de diciembre de 2007

La rebelde




W. B. U.


Recibió los golpes propinados cobardemente y a mansalva con increíble mansedumbre. Al saberse perdida en la profundidad secreta de los calabozos, decidió rebelarse una vez más ante sus torturadores como siempre lo había hecho contra la dictadura.
Comenzó entonces a recibir los golpes en riguroso silencio, con actitud de trapo.

Al final hizo un esfuerzo supremo y construyó una sonrisa sobre el amoratado rostro. Entonces exhaló larga y profundamente muriéndose antes de lo que sus torturadores tenían planificado.

FIN

El televidente




W. B. U.


Quiso simplemente pagar con la misma moneda y después de conocer como el gobierno censuraba las comunicaciones decidió ver la televisión con los ojos cerrados.

FIN

miércoles, 26 de diciembre de 2007

El pensador




W. B. U.




Finalmente lo comprendí todo, hice mi mejor esfuerzo intelectual, mis abstracciones más elevadas, las mejores divagaciones, utilicé el mejor método lógico deductivo y comprendí... que fui un bruto.

FIN

Rumbo al trabajo







W. B. U.
(basado en una idea de Laura Hidalgo)


Suena el despertador a las 7 de la mañana. Hago un ligero amago de levantarme, pero retraso la alarma, lo que suponen diez minutos más de tregua. No alcanzo a conciliar el nuevo sueño cuando vuelve a sonar el dichoso aparato. Entonces, después de estirarme, enciendo la radio como todas las mañanas. Comienza a sonar “Beast of burden” de los Rollings, lo cual me dibuja, casi por encanto una sonrisa en la cara, ya que pienso que soy una bestia de carga que comienza a ser azotada por otro día más de trabajo. Apuro todo lo que dura la canción metidita en la cama para atesorar ese calorcito que acaricia, comparado con el frío reinante afuera.

Comienzo, entonces, a soñar contigo y con nuestro próximo viaje. Qué ganas tengo de hacer ya de copiloto y de tener contigo largas conversaciones de coche, aunque sé que toda conversación terminará en tus impertinentes preguntas acerca de mi pasado. ¡Ja!, te esfuerzas en disimular las preguntas, en ocultarlas muy bien, intentando sonar lo más casual posible, pero al final es lo mismo. Preguntas todo de mi pasado, que cómo fue esto o aquello y yo sé que te pararé en seco la impertinencia, obligándote a amarme como soy. Y te ruborizarás por ser tan inseguro, mirarás fijo hacia adelante en la carretera, hacia ese imperceptible agujero negro que atrapa las líneas paralelas de los bordes del asfalto para engullirlos tranquilamente y comenzarás a conducir un vergonzoso silencio.

Al final, sé que todo el viaje se hará más llevadero según la selección musical que pueda hacer, porque iremos chasqueando los dedos, tarareando o cantando supuestamente felices y entonces pienso… ¡qué cojonuda es la música!

Corro la ropa de cama, pongo los pies en el suelo y doy más volumen al equipo musical. Hago el pis mañanero con la puerta del cuarto de baño completamente abierta, porque sé que estoy sola. Entonces suelto mi sonoro estómago con total desparpajo porque sé que estoy completamente sola.

Me lavo las manos y me preparo el desayuno. El café instantáneo sabe de mil maravillas. La crema con vainilla le da ese sabor y aroma que me transporta a la casa de mis abuelos cuando era una rubiecita de bucles con apenas seis años y el café estaba vedado para mí. Entonces siento que algo se activa adentro y que ya soy un poco más persona. Me ducho con agua caliente primero, y, a pesar del frío reinante, con un golpe de agua helada, al final. ¡Ja!, más persona aún. Me visto. Me maquillo bien, porque ya sabemos que una es muy coqueta y quedo preparada, lista, totalmente lista para enfrentar un nuevo día, con mis blue jeans gastados y mis zapatillas tenis estropeadas. Me calzo la gruesa bufanda tejida con fiel cariño maternal. Cuelgo mi laptop en el hombro derecho, doy una última mirada al departamento, para guardar el orden en mis retinas, para cerciorarme que todo quedó organizado como debe ser y pienso en la oficina y en los diseños publicitarios que debo terminar hoy. Entonces abro la puerta y me dispongo a bajar.

-Buenos días, Laura-, me saludan. Respondo como una autómata y pienso que la metamorfosis se está completando rápidamente, poco a poco me estoy convirtiendo en la persona que soy todos los días. Ese ser social que regala sonrisas, dispuesto a ofrendar su cuota de civilidad para que el grupo humano, la sociedad completa, funcione. Ahora, cuando cierro con doble llave la puerta, ya tengo identidad. Pienso en lo increíble que resulta que la identidad sea una ilusión que te proveen los demás, que te otorgan los otros cuando te señalan. Vivo todo el día conmigo misma, intentando ser mi cómplice y, al final, la identidad me la proveen aquellos que me llaman, los que me odian o los que me aman. Nunca, con toda seguridad los que me ignoran, que para ellos no existo.

Llego a la calle y saludo a pocos... ¡La ciudad es tan grande! La ciudad es tan grande y sus calles cubiertas por pavimentos me impiden echar raíces. Es tan inmensamente grande la capital comparada con el pequeño pueblo en el que mis memorias encuentran siempre un descanso con sabor a abuelos y a vida campestre, amparada del frío gracias al calor del leño ardiente.

Ya en el Metro de Madrid siento como todo zumba, todo es una gran y desordenada carrera, los carros del tren subterráneo vuelan un derrotero oscuro, claustrofóbico y agobiante, y la vida anónima de los pasajeros y la mía propia, se extravía, se pierde como un aceite rancio, que cae gota a gota, en una vorágine sin identidad. Donde miro veo a gente sudorosa con cara de mala hostia a raudales. Entonces, siento que necesito urgentemente mi droga. Calzo en mis oídos los audífonos conectados a mi MP3. Aprieto play..., suena Editors..., cierro literalmente los ojos, mientras todo mi cuerpo comienza a moverse al ritmo de "Open Up"..., curiosamente me emociono... ¡Que voz tiene este cabrón!, pienso.
La música…, qué maravillosa droga, ahora sí que soy persona..., ahora si que soy...., …¡A trabajar..!

FIN

viernes, 21 de diciembre de 2007

Una vez más



W. B. U.


En la soledad del patio, él, un hombre que con inocente esfuerzo se arrimaba al umbral de los 35 años, jugaba, corría y daba vueltas, una y otra vez, siguiendo una órbita heliocéntrica en torno a su hijo autista. Recogía la pelota que le había lanzado cientos de veces para que el pequeño la tomara; sin embargo, el niño continuaba imperturbable, como una estatua de sal, atrapado en un halo de eterna inconsciencia que lo hacía encontrarse muy lejos, dentro de sí. La pelota le golpeaba suavemente el cuerpo, para alejarse dando pequeños botes, a unos cuantos metros sobre el césped.

Él, podría haber pensado qué sentido tenía todo aquello. Podría haberse dado por vencido, pero como arrobado por una inconsciencia testaruda, prisionero de una fatalidad gratuita que encontró un buen día, recogía una vez más el balón, para lanzárselo al cuerpo.

Obstinado, quería ganarle al destino, quería vencer la derrota que la realidad le había propinado a los sueños que se había forjado cuando esperaba el nacimiento de la criatura: iba a jugar al fútbol con su primogénito varón, tal como habían jugado con él. Le regalaría una camiseta azul. Esperaba que su hijo golpeara el balón para que él, bajo los tres palos, simulara que su esfuerzo no podía evitar la conquista. Entonces, desde aquel día tendría que comprarle botines con estoperoles y las canilleras de última moda, tal vez llevarlo uno que otro domingo al estadio.

Él le lanzaba la pelota mientras lo estimulaba, pero los vítores rebotaban contra las solitarias y mudas paredes de la propiedad:

-Muy bien, ahora viene corriendo por la punta derecha, burla a uno, a dos, a tres…-, dribleaba con la pelota dos o tres arbustos.
-Levanta la cabeza, lo mira mejor ubicado en el centro del área y le lanza el paseeee…-gritaba, jadeando.

Y ahí acababa todo. El eco de sus palabras se ahogaba abruptamente en el sordo pozo de la realidad. Terminaba el ataque de un equipo imaginario estrellándose contra las inclementes condiciones de su hijo que sólo atinaba a quedarse de pie y a mirarse los dedos, que movía con extraordinaria habilidad, escribiendo increíbles historias en el aire.

No sabía cómo derrotar esa barrera infranqueable de soledad y aislamiento en la que estaba encerrado su retoño. Nadie podía saberlo, ni la ciencia con todos sus adelantos lo había podido insinuar siquiera, pero él, con una ceguera terca, iba una y otra vez a la carga, como un equipo que debe vencer a una cerrada defensa rival.

Lanzaba la pelota sin esperanzas, porque la realidad le había vedado tenerla. Lanzaba la pelota una y otra vez sólo porque debía hacerlo, en la soledad y quebranto de su paternidad infausta, y esa era, precisamente, la llave que liberaría su infortunio, porque continuó empecinado, como gota que orada el granito más duro, lanzando una y otra vez el balón.

-La para de pecho, la controla, se pasa a uno, se pasa a dos, levanta la cabeza, lanza el pase, se huele el gol… se huele el gol…-, sin embargo, las palabras seguían siendo absorbidas, una a una con increíble determinación, por el cemento de las paredes.

Pero avanzaba la tarde y ya la luz adecuada para la práctica del fútbol, se había ido hacía rato, sin que él lo hubiera notado prudentemente. Además, su hijo de tan quieto que estaba en el centro del patio, sobre el césped, absorto, se estaba enfriando y podía coger un catarro.

Él, el padre obcecado, no había perdido la esperanza, sencillamente, porque no la tenía. Nunca la había anidado en su pecho para no sucumbir en el fracaso desalmado de su realidad.

Sólo sabía que tenía que ir a la carga una y otra vez, para derrotar el aislamiento de su hijo, para hacer sucumbir esa barrera que, como una pared de piedra lo separaba de la vida común y corriente. Y en vez de haberse convertido en una gran máquina o cíclope que hiciera colapsar de un golpe la dura roca, se había vuelto una pequeña hormiga, testaruda y ciega, que iba silenciosamente, en medio del patio de su casa, mientras se iba la luz del sol, llevándose uno a uno los miles de millones de granos que conformaban esa pared egoísta para hacerla caer.

De pronto, él, el padre pertinaz, creyó ver un breve brillo de conexión en los ojos de su hijo y dificultosamente vio como su silueta, recortada tenuemente contra las sombras del patio, comenzaba a moverse…

En un momento, todo quedó suspendido por los finos hilos de una esperanza que se agigantó, padre e hijo fueron cómplices de una misma realidad. Desde el fondo del patio se elevó furioso un largo grito apagado miles de veces:

-¡Goooooooooooolllll!


FIN

martes, 18 de diciembre de 2007

Hacedor de Hombres




W. B. U.

Mientras todos pensaban que sería bueno para él que muriera cuanto antes, postrado en su cama por ya tres largos meses, el anciano estaba enfrascado en la febril, secreta y divina actividad de hacedor de hombres. Esto, desde que se había enterado que Dios enseñaba irresponsablemente las primeras muestras de cansancio, dejando en peligro la continuidad de la Creación, el futuro de la Humanidad.
A veces, distante de la realidad que se le presentaba entre los límites contenidos del universo que era su apacible pieza, el pobre y cansado viejo no hacía otra cosa que permanecer por largas horas con sus ojos abiertos, como si el tiempo se hubiera detenido en él, mirando hacia un punto infinito que quería dislocarse del cenit de su dormitorio. Los ruidos de la vorágine habitual de la casa le resultaban absolutamente desconocidos de la mañana a la noche y a veces, jugaba a decir demenciales incoherencias.

-¡Qué pasa papá, que no duerme, por Dios!, mire que ya es tarde…-, lo recriminó tiernamente su hija.
-Es que ahora le estoy enseñando todo lo que deberá saber-, le dijo, dejándola perpleja. Por cierto, le hablaba de un nuevo niño que andaba por allí y que quizás nunca llegarían a conocer.

En otra oportunidad, le había confesado que dentro de su arrugada piel y conviviendo con deteriorados órganos, había en ese cuerpo que ella identificaba como el del antiguo asesor de abogados, uno de los pocos hacedores de hombres que iban quedando en ese pueblo gris, donde cada vez nacían menos criaturas.
Y era verdad, porque del padre quedaba tan sólo una figura humana corrompida por el tiempo, una piel y una forma que se deterioraba paulatinamente. El padre, aquel que había sabido despertar las más grandes pasiones sociales en su hija, los más grandes sueños, aquel que había sabido construir en la hija los pilares de una moral incorruptible, ya había desaparecido hacía tiempo. Ahora era otro el que estaba en esa piel, en esa forma, en ese lento transcurrir del tiempo…
Como un semidiós que purgaba sus pecados, al igual que Sísifo que fue obligado por los dioses a empujar infinitamente una pesada roca hasta la cima de una montaña, desde donde caería una y otra vez, el viejo se negaba a morir, alargando las horas, porque se sentía obligado a pensar en nuevas vidas que deberían nacer en el pueblo.
No hacerlo habría sido una vergonzosa torpeza y ya no estaba para irresponsabilidades. Por ello, con pasión, con ardor, con arrebatamiento, obstinadamente pensaba en vidas, pasiones, expectativas, talentos y capacidades de nuevos hombres y mujeres que andarían por allí, los que tendrían como característica esencial, como firma de su autor, que serían capaces de amar, siempre, con pasión y desorden.
Y es que cada uno de nosotros hemos sido pensados por un hacedor de hombres y aquello que llaman personalidad, no es sino la sumatoria de las características que ellos tuvieron cuando experimentaron esta forma humana.

-Ya pues papá, ya es tarde, mañana sigue haciendo hombres-, le decía complaciente la hija, y lo arropaba bien y le apagaba la luz. Y así se alejaba cansada y con un dolorcillo en el pecho, pensando que su anciano padre ya estaba desvariando, porque nada encajaba en el mundo racional y reflexivo al cual estaba acostumbrada.

Sin embargo, cuando ya todos dormían en la vivienda, la escasa luz que se filtraba dentro de la habitación permitía que la curvatura de unos ojos abiertos y fijos en un punto mágico en el cenit de la pieza, resplandecieran de cuando en cuando con el sutil brillo inmaculado de la creación.

FIN

viernes, 14 de diciembre de 2007

Desnudo frente al mar




W. B. U.

Bajé sin apurar mis pasos por la larga escalera que se fundía con la irregular topografía del terreno. La superficie semi amarillenta del campo evidenciaba el rigor del sol, cayendo pesadamente y por largas horas, sobre la dura hierba. Cada cierto tramo algunas pequeñas flores impertinentes, intentaban irisar la rutinaria coloración siena de un prado costero acostumbrado a las inclemencias del clima, y en ellas, los pocos insectos realizaban su actividad con deleite y fruición, como apostando que en ello se les iba la vida entera.
A los pocos peldaños, me detuve y miré hacia la clara y curva amplitud del océano, llené mis pulmones con el aire salino y tibio de la tarde, y mis oídos fueron golpeados por una alharaca congregación de gaviotas, chorlitos y playeros blancos que revoloteaban encima de mi cabeza. La estucada superficie de la playa, allá abajo, reflejaba un brillo grisáceo sobre el cual se recortó, claramente, la amplia envergadura de un pelícano que, sin agitar sus alas, era capaz de avanzar por el largo trecho del litoral.
Allí abajo estaba la arena, pintada de variados colores por los distintos modelos de quitasoles y toallas, y por las tonalidades de distintos bronceados que ofrecían los cuerpos desnudos de una cincuentena de personas.
¿Me atrevería a desnudarme, respondiendo a la invitación que me hizo una colega de trabajo? “Yo iré con mi marido y mis dos hijas”, señaló, ampliando así la invitación que me hacía, a mi esposa e hijo. Sin embargo, allí estaba yo, solo, mientras mi esposa e hijo se había quedado en casa, esperando mi regreso y los comentarios de esta experiencia tan loca que había decidido tener.
Me sentía como aturdido, no por la maravillosa limpieza del paisaje, sino por la experiencia que estaba a punto de tener. ¿Sería capaz de desnudarme?
Empujado quizás por el simple hecho de estar ya allí, o por el hecho de que la distancia que ya había recorrido desde el estacionamiento a la escalera, era más larga que lo que me restaba por acceder a la playa, seguí bajando, sin apuro, mientras me asaltaban una serie de miedos. ¿Y si al mirar a una mujer se me produce una erección?, ¿Y si no puedo controlar el rubor en mis mejillas?, ¿Y si alguien, mujer u hombre, se me acerca demasiado a conversar, cómo tendré que comportarme?, ¿Y si los hombres tienen penes más grandes que el mío?
Imbuido en estos pensamientos, no me di cuenta cuando mis pies tocaron la irregular superficie de la arena.
Debía caminar unos 200 metros hacia el norte, pero ¿sería ese un buen momento para abortar todo y caminar hacia el otro lado? No, definitivamente no estaría tranquilo conmigo mismo. De pronto se me cruzó un pensamiento un tanto tranquilizador. ¿Qué tal si mi colega de trabajo no pudo venir y solamente hay gente que nunca he visto antes? En el peor de los casos, podría retirarme de la playa estando seguro de que no volvería a ver jamás a estas personas.
Comencé a avanzar hacia Playa Luna y comencé a sentir un mayor riesgo, cuando la difusa imagen de cuerpos desnudos tendidos en la arena, comenzaron a dibujarse con mayor detalle en mi retina, a cada paso que daba.
De pronto, adivinando que había gritado mi nombre, porque la persistente brisa y el alborotado graznar de las aves impedían escuchar, salvo a un interlocutor cercano, vi que mi colega, completamente desnuda me saludaba a lo lejos, moviendo sus brazos, se levantaba del lado de su marido y acompañada por sus dos hijitas, comenzaba a caminar a mi encuentro cubriéndose, sólo del sol, con un sombrero de ala amplia, tejido en fibra de arroz.
Asegurado por la distancia, que me ofrecía una cobarde impunidad, cuando aún nos separaban unos 30 metros, apuré una mirada a sus pechos y a sus vellos púbicos que, obviamente, nunca había visto antes, a pesar de los tres años de relación laboral que teníamos, coincidiendo en la misma oficina.
Ella soltó la mano de su hija, abrió ampliamente sus brazos y su sonrisa y me dio un abrazo apretado:

-Qué rico que viniste- me dijo Sonja, mientras yo, todo turbado no me atrevía a mirar su desnudez, sintiéndome observado y evaluado por su marido, y no me atreví a abrazarla por temor a rozar su piel.

-Saluden al tío- les dijo a sus hijas, y las chiquitas con una naturalidad angelical, se acercaron para que nos diéramos un beso; yo les ofrecí mi mejilla, sin embargo, la más pequeña, de unos cuatro años, me besó en los labios, acostumbrada a besar así a su padre y sin quererlo me provocó una mayor desorientación.

Adivinando mi turbación, Sonja me tomó del brazo y me dirigió al lugar que estaban ocupando en la playa. En el corto trecho, habló de la temperatura y de la brisa, de cosas que evidentemente no requerían de una respuesta. Pocos metros antes de llegar a la toalla, se dirigió a su marido, que leía un libro, anunciándole mi evidente arribo. Éste se volteó balanceando descuidadamente su pene que sentí como una agresión y que calculé era más grande que el mío, mientras él, me ofrecía una generosa sonrisa y me daba la bienvenida, mirándome a los ojos.

Advertida mi turbación, Sonja avisó que iba con sus hijas a bañarse, quedándome sólo con el marido, quien con su mano derecha, sacudía distraído algo de arena de sus genitales, mientras me preguntaba si era la primera vez que acudía a Playa Luna. Él se acostó de espalda clavando los codos en la arena para poder mirar permanentemente a sus hijas y esposa, en el borde del mar. Su vigilante actitud de varón protector, me dio la posibilidad de mirarle nuevamente el pene para compararlo con el mío. En realidad, no era mucho más grande o tal vez sería del mismo tamaño.
Concentrado en estas críticas comparaciones que aseguraban mi virilidad, no me di cuenta cuando una joven mujer se nos acercó, quedando su vulva de abundante vellosidad a la altura de mis ojos, saludó al esposo de mi colega y le pidió fuego. Yo intentaba desviar la mirada.
Mi eventual compañero no fumaba, por lo que ella se dirigió a mí:

-¿Y tú, tienes fósforos o encendedor?, dijo mientras me enseñaba su cigarrillo.

Estaba muy complicado, porque tenía mi mirada clavada en la arena y sabía que para responderle adecuadamente, debía levantar mi vista pasando por su vulva y luego por sus pechos, hasta llegar a sus ojos. Afortunadamente, el sol en contra provocó que instintivamente entrecerrara mis ojos y, cubriéndome la frente con mi mano izquierda a modo de visera, evité ver lo que me sentía incómodo de ver. En ese tiempo fumaba, por lo que, con un poco de esfuerzo, oculté el temblor de mis manos, mientras buscaba un encendedor en mis bolsillos.
Ella se agachó sujetándose el pelo y poniendo su cigarro a la altura del encendedor, mientras sus pechos le colgaban libremente, dejándose vencer por la gravedad. Después de pegar dos o tres fuertes chupadas, de las que salieron bocanadas de humo, me preguntó, todavía agachada:

-¿Eres textil?.

Al esposo de mi colega la impertinente pregunta le dibujó una sonrisa en el semblante, mientras yo creo que ponía mi mejor cara de estúpido.

-“Textiles son los que acuden a la playa vestidos y que se meten al mar o toman el sol con traje de baño”, me explicó, entendiendo que estaba nuevamente frente al dilema de tener que desnudarme.

Mi pregunta era persistente y una sola: ¿Sería capaz de hacerlo?

-“Si no lo haces, nadie te van a decir nada, pero si miras bien, eres el único que está vestido y te pueden empezar a mirar como bicho raro”, continuó mi interlocutor.

Sacarme la camisa fue fácil. Comencé a doblarla exageradamente y la guardé en mi bolso, con una delicadeza y cuidado que nunca antes había tenido. Luego me saqué las zapatillas y los calcetines, los que también guardé con preocupación. Para darme un poco de fuerzas, respiré profundo y bajé el cierre de mi blue jeans y me aprestaba a sacarme los pantalones cuando Sonja llegó riendo con sus hijas y salpicándonos un poco de agua.

-“Mehh, todavía no te sacas la ropa”- me dijo despreocupadamente, mientras ordenaba las toallas a sus hijas y para ella misma, dejándose caer de espalda, tan larga como era y totalmente desnuda, a escasos 30 centímetros de donde yo estaba. “Ahh, esto es vida. Está rica el agua…”, fue su ultimo comentario, antes de terminar de sacudir su pelo, cerrar sus ojos y entregarse a los rayos del sol.

-“¡Bien, ahora me toca a mí!”-, dijo el marido y salió llevando su desnudez hacia la espuma, coordinando su carrera con las olas, para ingresar con un clavado, justo en la base de una ola que se había desatado para reventar en la arena.

Me sentía verdaderamente extraño. Comencé, entonces, a mirar el cuerpo desnudo de Sonja, en medio de la playa, mientras las gaviotas revoloteaban arriba de nuestras cabezas. Entonces vi el rigor de dos embarazos. Sus estrías eran como condecoraciones de ello, al igual que la cicatriz cruzada, semi oculta por sus vellos púbicos y bajo un pequeño bulto de grasa por debajo de su ombligo.
Cuando miré sus pezones me di cuenta que del borde de sus areolas salían algunos vellos castaños. Estaba preocupado de sacar el hilo suelto de una costura en mi pantalón, cuando mi colega, sin abrir los ojos me dijo:

-“Es más fácil desvestirse de una vez y ya”-, se le dibujó una leve sonrisa en los labios, una sonrisa que había sido controlada por el respeto que me tenía. Ella era capaz de respetar mis propios miedos. Después de ello, se dio vuelta, con una mano hizo dos cavidades en la arena donde depositó sus pechos y continuó tomando sol, despreocupada. A lo lejos, su marido conversaba con otras personas en medio de un grupo, todos desnudos, entre las cuales habían desde ancianos hasta niños pequeños.

“Desvestirse de una vez y ya”, me rondaban esas palabras. Recorrí mi entorno con la vista y observé que algunos me miraban, sentí que hablaban de mí, así es que lo hice, me saqué el pantalón con la ropa interior incluida “de una vez”. En ese momento, Sonja se incorporó y cubrió los cuerpos de sus hijitas con bloqueador solar y además movió dos quitasoles para protegerlas. “Niñas, quédense aquí hasta que vuelva”, les aconsejó.

Entonces se incorporó y me extendió su mano:

-¿Vamos a caminar un rato?-, me dijo, y yo sentí que algo se atoraba en mi garganta. Me tomó la mano y no pude negarme. En breves minutos comencé a sentir cómo la brisa marina recorría cada centímetro de mi cuerpo.

-“¿Más tranquilo?”-, preguntó Sonja.

-“Un poquito”-, respondí.

-“El cuerpo desnudo no tiene nada que ver con el sexo”-, sentenció mi colega.

Tres horas después, ya había caminado desnudo a lo largo de la playa en varias oportunidades, no había experimentado ninguna temida erección, me había sentido conectado con la naturaleza, pequeño como una célula en este maravilloso universo que se llama Playa Luna. Hasta había cruzado miradas con otras personas, saludándolas con un leve movimiento de la cabeza. Creo que alcancé a intercambiar tres o cuatro palabras con un joven veinteañero, hasta que de pronto me di cuenta que estaba rodeado de cuerpos, potos, piernas, penes, abdómenes, tetas, brazos, manos, pero me di cuenta también que a Sonja y a su esposo, así como a sus pequeñas hijas, desde hacía un buen rato, les venía mirando a los ojos.
Hasta hoy agradezco a Sonja su invitación. Hasta hoy, que frecuento Playa Luna con mi familia, porque aprendí a desnudarme de mis miedos y de la creencia de que el cuerpo tiene que ver exclusivamente con el sexo. Aprendí a desnudarme de aquellas inhibiciones que me enseñaron a tener desde la más tierna infancia.
Aprendí a desnudar mis prejuicios y entendí que el estar desnudo sólo molesta a quien acostumbra a escrutar al prójimo.

Sí, verdaderamente me había logrado desvestir. Estuve totalmente desnudo frente al mar.



FIN

jueves, 13 de diciembre de 2007

El Hermano



W. B. U.

Cuando fue llevado ante Dios, para enfrentar el juicio, Caín recordó para sí las muchas ocasiones en que le dijo a su hermano que no fuera arrogante, ni mentiroso.
Recordó las oportunidades en que lo veía retozando bajo los árboles, comiendo por gula y engordando. Entonces le decía que la pereza era un pecado, pero nada parecía motivarlo a cambiar. Como respuestas sólo recibía burlas y desprecio.
Descortés, ambicioso y despiadado con las inocentes criaturas de la Creación, había visto la oportunidad de aprovecharse de ellas, traicionar a Dios para gobernar la Tierra como único señor. Quería que todos le rindieran pleitesía, incluso él y sus padres.
Por ello fue que comenzó la discusión y al no entrar en razones, Abel se encolerizó y se abalanzó en contra de su hermano para matarlo; sin embargo, acostumbrado a los rigores de la caza, con agilidad felina, Caín se hizo a un lado, movimiento que hizo perder el equilibrio a su hermano que terminó cayendo por el acantilado.
Contar que su muerte fue un accidente fue impensado por Caín, ya que tendría que poner en conocimiento de todos los graves antecedentes del hecho. En su corazón siempre había anidado la bondad, por lo que no permitiría que nadie, nunca, pudiera hacer mofa de la pequeñez y los defectos de su hermano.
Entonces respiró hondo y se atrevió a entregar una versión oficial, mintiendo por primera vez…

FIN

viernes, 7 de diciembre de 2007

En el baño



W. B. U.

Fui levantando lentamente mi cabeza, mientras un murmullo monocorde me aseguraba que afuera la gente pasaba raudamente, dándose de empellones y llevando a cuestas, en todas direcciones, sus vidas y esperanzas. Mis tímidas pupilas demoraron en mirarlo a los ojos, pero cuando finalmente lo hice, vi en ellos la frialdad de una decisión inquebrantable, una decisión ya tomada, de aquellas que uno piensa que comprometen todo el libre albedrío. Pasado, presente y futuro, fundidos en una sola decisión.
Como muchas veces me había pasado, nuevamente estaba en el lugar equivocado y en el momento inoportuno. Otras veces había sabido sacarle el cuerpo a más de algún problema, pero esta vez detrás de él, por sobre su hombro derecho podía ver yo la puerta del baño y, en esta ocasión, sólo me quedaba enfrentar mi suerte. Esta vez estaba en una incómoda situación y no podría hacerle una verónica, una finta al destino.
Se cumplían las últimas semanas del año y me encontraba en el baño de la Facultad de Ciencias Económicas de la universidad. En el lugar, permanentemente hay un entrar y un salir de jóvenes estudiantes. Sin embargo, como por una sentenciosa decisión del destino, esta vez no entraría nadie más. El fatal hado de mi vida ya había lanzado mis dados y me tocaba esperar el desenlace de los hechos.
Nunca pensé que el suicidio de un hombre sería una forma de terminar con sus preocupaciones y sus problemas, si es que fuera una forma válida. Nunca pensé tampoco que tendría que presenciar algo tan escalofriante como ver a un tipo que se va a levantar la tapa de los sesos; pero allí estaba yo, sólo en un frío baño y mirándolo a él, que ya tenía el revólver apoyado en la sien izquierda. Detrás de él se veía la puerta que ansiaba. Ese dintel marcaba el límite exacto entre la anécdota más conmovedora de mi vida y la tranquilidad de mi anónima existencia. Pero era un límite al cual no podía acceder. Era un balcón inaccesible, una puerta tapiada. Mis manos comenzaron a transpirar y mi ritmo cardiaco se aceleró a mil. Un grito se atoró en mi garganta y permaneció allí, quitándome el aliento hasta provocarme una angustia enorme. Me miró con unos ojos sombríos que ya no decían nada. Eran dos esferas de acero bruñido y helado. Dos esferas que ya habían olvidado la forma de llorar. Detrás del cristal oscuro de sus pupilas sólo se adivinaba un profundo abismo de miedos y fracasos.
El silencio eterno y también profundo de aquel baño, era interrumpido por el monótono goteo de una llave, cuyos minúsculos ecos rebotaban en las paredes de cerámica. El macabro espacio era sacudido por la intermitencia algo enfermiza del tubo fluorescente amarillento que iluminaba malamente el recinto. Una extraña mixtura de hedores a orines y humedad, mezclada con los efluvios químicos marinos de aquellas pastillas que cuelgan dentro de las tazas de los baños llegaban, como una intromisión, hasta mis pulmones hiriendo impunemente mi nariz.
Sus oscuros ojos estaban ya vacíos y ni un reflejo se vislumbraba en la oscura extensión de su mirada. La otrora brillante superficie de sus ojos mostraba una opacidad que quería anticiparse a la muerte. Al atreverme a mirarlo pensé que ya estaba muerto. Tal vez la vida ya se le había ido y jalar del gatillo, en breves segundos más, era sólo un mero trámite obligado por la fuerza del destino.
En esa universidad en la que la casualidad quiso reunirnos, durante largas mañanas veía el mismo rostro. Aunque durante mucho tiempo vi en sus ojos el brillo de la esperanza y los sueños, ahora, no había nada eso. No quedaba ni un sólo rastro de lo que pudiera llamarse un poco de amor propio. Pensé, al verlo por primera vez, con el revólver apoyado en su cabeza, que sentiría miedo, pero nada de eso ocurrió tampoco. La situación era tensa y yo nunca me había imaginado vivir una experiencia así.
Afuera, me esforzaba en imaginar, el sol debía estar cayendo de lado sobre los árboles y estar pintando miles de sombras sobre el césped.
Siempre me caractericé por ser algo tímido, quizás hasta cobarde, pero me excitó el saber que estaba deseando verlo cuando se levantara la tapa de los sesos y su vida se le fuera violentamente, como un estornudo, como un orgasmo infame, como un relámpago al cual le seguiría una noche tenebrosa y el silencio. Pensé que tal vez sería prudente retroceder, para verlo mejor. Él también retrocedió.
Me desconocía. Nunca antes había sentido ese gustillo morboso que ahora me excitaba. Quizás mi madre sentiría vergüenza de los sentimientos y aún deseos de su hijo, que tenía por fama el haber sido siempre tan empático. Pero ya hacía mucho tiempo que había abandonado el calor y la seguridad del hogar y las cosas inevitablemente cambian. Las cosas cambian, así como los sueños, y sin pensarlo, estaba yo en una tribuna privilegiada, solo en un baño, presenciando el suicidio de un hombre. Nadie tendría que contármelo, lo iba a presenciar. Ya no sería el segundón que siempre fui y que siempre estuvo lejos de lo verdaderamente importante, de lo realmente significativo. Ahora nadie me tendría que decir cómo era un suicidio y tal vez esta experiencia extrema sería un reiterado tema de conversación en el que por fin estaría en el centro de la preocupación de los demás.
La cabeza, sin embargo, estaba a punto de estallarme. Cada latido de mi corazón retumbaba en mi cabeza, hacían sacudir mis sienes. Parecía que el corazón se me escapaba del pecho cuando comencé a verlo como apretaba lentamente el gatillo de su revólver. En esos momentos, la suerte de toda una vida dependía de la fuerza de un solo dedo. Su respirar era cansado, abandonado al delirio de la entrega, porque eso hacía, se estaba entregando cual mártir de su propia ignominia, porque a pesar de sus relativos éxitos el saldo final de su vida era considerado un fracaso. Yo no quería gritarle que se detuviera. Tampoco tuve la valentía de lanzarme sobre él y arrebatarle el arma. El martillo se iba lentamente hacia atrás mientras la nuez comenzaba a girar. Mis ojos se fijaron en el reluciente reflejo del metal, el cuadro que veía estaba lleno del metal negro del arma. Yo intentaba adivinar cuando se desencadenaría todo, intentaba precisar el momento exacto en que el martillo del revólver dejaría de abrirse para comenzar su violenta liberación hacia delante, hacia el fulminante de la bala que esperaba con paciencia de bronce en la recámara…

El detective que realizó el peritaje también sacó muestras de la sangre que había salpicado el espejo del solitario baño.

FIN