jueves, 20 de septiembre de 2007

Sin esperanzas






W. B. U.


Cuando las autoridades se atrevieron a confirmar al mundo que el meteorito McWright-Harbour 2034, proveniente de la nebulosa Noort Böe, definitivamente colisionaría con el planeta Tierra en sólo cincuenta días más y que no había tecnología suficiente como para impedirlo, supo que su esperanza era la que había sustentado durante muchos años el sentido de su vida, porque ahora sentía que la estaba perdiendo para siempre.
Miró al cielo y lo vio, colgado y rojo como una gran estrella, arriba del horizonte. Tenía la mitad del tamaño lunar pero crecía a cada día. Cuando miró hacia abajo, vio una pléyade de seres vulnerables desesperados y perdidos. Agobiada carne de muerte, matándose entre sí desde que los océanos habían comenzado a elevar su nivel, sumergiendo a Manhattan, Tokio, Valparaíso y todos y cada uno de los puertos del planeta. A escasos metros de la nueva costa, en Punta Arenas, sólo quedaba visible el torso de Hernando de Magallanes y algunos techos de los edificios cercanos. La temperatura se mantenía en un promedio de 42 grados Celsius en el planeta, superando los 68 grados en Atacama, por lo que cientos de especies animales y vegetales ya habían desaparecido.
Entonces miró hacia el cielo rojizo y vio la luna quieta, pálida y fría, aquella que en su infancia parecía un queso. Intentó buscar con la mirada el rastro que indicara dónde se había instalado la base espacial que había sido habitada por 243 privilegiados norteamericanos, algunos europeos y muy pocos japoneses y chinos.
Entonces miró a su lado y la vio demacrada, con minúsculas gotitas de sudor frío haciéndole brillar el rostro. Él tenía sed igual que ella, pero no había querido rebajarse a la locura de matar por esa agua verdosa, como lo estaban haciendo los desesperados que aún tenían la fuerza suficiente, para comenzar a morir luego de unas cinco o seis horas, después de ingerir el líquido durante mucho tiempo envenenado por tantas toxinas y radiación.
Ya todo estaba perdido, quedaban cincuenta días para el impacto final, pero él sabía que nadie estaría vivo para verlo. Los vientos huracanados superiores a 300 kilómetros por hora terminarían por matar todo vestigio vivo antes del impacto.
Entonces arrancó una hoja de un Nuevo Testamento que los Gedeones habían repartido, tiempo atrás, como única salida. Comenzó a enrollarla y le prendió fuego después de acercarla a sus secos labios.
Ellos estaban sobre la azotea de un edificio mirando lo que les quedaba de planeta. Ella miraba el paisaje a través de sus lágrimas. Él dio una fuerte bocanada y expulsó el humo lenta y prolongadamente, para preguntarle:

-¿Qué vas a hacer mañana?

La respuesta no se dejó esperar y fue una sola:

-Seguir muriendo…

FIN

lunes, 10 de septiembre de 2007

La víctima



W. B. U.

-Llorai como un perro, comunista culia’o, ¿No te creíai tan valiente cuando vos y tus amigos nos tenían en las listas de exterminio?-, así le dijo mi cabo cuando lo sacó del auto y lo arrastramos unos metros hasta meterlo dentro de la casa abandonada que habíamos descubierto y utilizado en el campo, no lejos de la ciudad.
Yo acompañaba a otros tres colegas, cada uno con su pistola de servicio. La noche había caído rápido sobre los campos y una densa neblina hacía que los haces de luz del auto se perdieran en una virtual cortina blanca, a no más de siete metros de distancia, iluminando así ineficientemente el camino.
Mi sargento, que se encontraba en la casa, nos recibió con una sonrisa y un saludo. Al detenido le dio un culatazo en pleno rostro. Un culatazo que no pudo ser esquivado, porque se encontraba vendado e indefenso. Él tiritaba y lloraba, mientras yo me encontraba excitado, porque esa había sido mi primera misión.
Mi sargento comenzó por hacer que lo desnudáramos y lo amarráramos al catre, luego él mismo lo mojó, lanzándole un balde y comenzó a interrogarlo. El delgado profesor de filosofía decía que no sabía nada, pero mi sargento le decía que sí.
--Aquí cagaste, hueón, aquí vai a tener que largarla toda--, le gritaba mi sargento, mientras se le inyectaban los ojos de un color rojo que no se puede describir. Después, para comprobar que el equipo funcionara le aplicó el fierro en las costillas. Yo sentí en ese minuto una confusa sensación. No creía que un cuerpo pudiera torcerse de esa manera.
--Dime la firme hueón, porque la siguiente va a ir a los cocos--, sentenció mi sargento y a mí me recorrió la espalda, de arriba abajo, una corriente fría. Instintivamente apreté un poco mis piernas.
La noche aquella fue demasiado larga. El profesor sólo lloraba y pedía piedad. Quería ver a su esposa y a su hijita. Las llamaba por sus nombres, pero yo quise olvidarlos. En algunas ocasiones lo sorprendí diciendo bien bajito y con una infinita resignación: “mamita…, mi mamita…”.
Sin embargo, mientras él iba muriendo en mí se iba abriendo una profunda herida, una úlcera que no he podido sanar, que me ha gangrenado el alma y por la cual ni siquiera merezco la menor compasión. Tal vez algún día, si la vida me acompaña, yo mismo pueda alcanzar a compadecerme. Quizás pueda llegar a perdonarme.
Al final, señores jueces, lo único que puedo decir es que sí, yo fui uno de sus asesinos. Todavía me atormentan, cada noche, antes de que me venza el sueño, sus gritos desgarradores. Todavía lo escucho cuando se ahogó con su propia sangre. Pero, después de todo, creo que él fue más afortunado que yo. Él murió después de doce horas de interrogatorio y yo, desde esa noche, vengo muriendo cada día, sin poder esconderme de mí mismo, sin poder escapar de esta vergüenza, cuando escucho a mi pequeño hijo decirle a mi esposa: “mamita…, mi mamita…”. En esas ocasiones, al acostarme, siento un temblor en mis testículos, en mis dientes, en mis costillas, siento el culatazo en mi frente, siento mi cuerpo arrastrado por un camino oscuro, porque de algún modo, aunque no sepa explicarlo, con el paso de los años, yo me he convertido en la víctima”.
FIN

El renacer



W. B. U.

Cansado de tanta rutina, tantas planificaciones, tanta responsabilidad, tanto enjuiciamiento pertinaz, Enrique dejó botado su trabajo, llenó a la rápida algunas maletas y las emprendió al sur. Su automóvil recorrió confiado los 500 kilómetros que separaban el mundo que dejaba atrás del nuevo ambiente, un bucólico paraje a los pies de la cordillera.
En cuanto llegó, bajó y pudo percibir claramente el agridulce olor a la bosta de vaca, entre zumbidos de abejorros y tábanos. Se sintió feliz. Había decidido vivir, con inusitada pasión, en la eternidad magnífica de cada instante.

FIN

miércoles, 5 de septiembre de 2007

El desconocido





W. B. U.

A ese tipo desconocido lo venía mirando desde hacía bastante rato. Estaba justo en frente mío, cuando me fijé en sus detalles y me di cuenta que era un hombre absolutamente extraño para mí. Sin embargo, algo me decía que lo había conocido en algún tiempo. Un tanto envejecido y de pelo cano, se notaba que su energía juvenil se había ido ya hacía bastante tiempo y que me llevaría una delantera de unos quince años. Pensé que debía ser un anónimo oficinista, aplastado lentamente por el peso de la rutina. Su rostro no mostraba más que el abatimiento de una vida sin pretensiones, escurriéndose lentamente, como la miel del esfuerzo derramada sobre la mesa del infame anonimato. Entonces, sonaron los altavoces, se abrieron las puertas del tren y se apareció ante mí la larga escalera que me comunicaba con la transitada calle. Abajo, sólo el zumbido sordo del tren que era tragado por la siempre hambrienta boca del túnel. Arriba, el bullicio, las luces y los rostros desconocidos. Arriba también me esperaban largos listados de clientes y balances que cuadrar, lo que haría rápido, con la vitalidad que siempre me ha caracterizado. Respiré casi sin darme cuenta y avancé arrastrado por una manada de funcionarios tristes. Por suerte la escalera mecánica estaba funcionando.

FIN

domingo, 2 de septiembre de 2007

El agricultor olvidado




W. B. U.


En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no puedo acordarme, hace mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero. Una mañana, cansado de tanta lectura de cuentos de caballería, decidió quemar sus libros y dedicarse por entero a la labranza de su hacienda. Gracias a ello no enloqueció y vivió bien, como todo un terrateniente.
Rosado y gordo, le fue ganando algunos años a una vida tranquila, hasta que un día murió junto a los suyos y fue sepultado, a la usanza de la época, a escasos metros de la capilla del lugar y junto a cuatro grandes molinos de viento. Hoy nadie lo recuerda, porque su vida se enmarañó en las bucólicas jornadas del campo. Su vida quedó sepultada por un cúmulo de hojas de calendario y los viejos molinos de viento están siendo demolidos para construir, justo por allí, una nueva carretera.

FIN