domingo, 27 de septiembre de 2009

La Escalera




W. B. U.



Tres veces por semana, Miriam hacía subir sus sueños más callados por esa escalera que la conducía al misterio de siempre. Hoy, con el mismo sol en las alturas, seguía siendo jueves, tal como el día anterior. Tal como hacía dos días y tal como hacía tres, porque el viento fresco y salino, como entonces, le refrescaba el afiebrado rostro como una letanía, y el frío que cargaban millones de minúsculas gotitas de mar, le hacían erectar los pezones de sus escuálidos pechos que se erguían bajo la polera, como una breve amenaza.
Se atrevió a dar el primer paso y pensó por breves segundos. El primer peldaño de la escalera de cemento le parecía ya una altura seductora y provocativa. Pensó en el graznar de las gaviotas que le taladraba los oídos igual que en los días precedentes. Pensó en que, luego, el plan de Valparaíso se quedaría unos doscientos peldaños más abajo, junto con el olor a jureles gritados destempladamente en las calles contiguas a la Plaza Echaurren.
Ella buscaba lo de siempre. Encontrarse con cualquiera, porque cualquiera servía para saciar la profunda sed de su soledad. Ella buscaba encontrar el pretexto que le hiciera darse cuenta que algo estaba transcurriendo, que algo era distinto al quehacer de su día anterior. Pero, no. Todo era exactamente igual. Todo era como un mismo rutinario y constante Dèja Vu, repitiéndose una y mil veces. En esa escalera no aparecía nadie y ella se veía obligada a seguir subiendo. Pensó entonces que, como siempre, tocaría con la punta de los dedos la irregular pared de piedras, cuyos peldaños olían a orines trasnochados y a gatos marcando territorio.
Todo era igual, exacta y odiosamente igual. Era un conjunto de sensaciones y realidades que se materializaban de la misma forma, sin la menor variación, como un segundo empalagoso que duraba horas. Ella subía y subía cada peldaño con la decisión que le habían enseñado sus padres y una vida de carencias. Ella subía cansada, sin darse cuenta. Era un tiempo agotado, que permanecía estático a su alrededor. Un espacio, también cansado. Es que ella había estado, como cada noche, hasta las cuatro de la madrugada, en el bar que colindaba con la casa, donde alquilaba una pieza con otros cuatro estudiantes universitarios.
Pensó que cuando subiera los últimos tres peldaños se daría cuenta que, en la noche anterior, se había comportado en forma miserable y patética, al intentar justificar lo injustificable y que, al final, para no seguir discutiendo, había sido suciamente agresiva, al espetarle en la cara: “Entiéndelo, no soy la santa que tú quieres”. Después de ello, había dejado tras de sí un portazo, cuyo eco, latoso como una peste, todavía martillaba en su memoria.
Cuando llegase a la calle de la Facultad, pensó que se daría cuenta inmediatamente que, tal como el día anterior y los días precedentes, todo se había detenido bajo el sol cenital. Allí estaría la lata de cerveza aplastada, como el día jueves. Allí estaría la rotura en el conducto del agua de lluvia, carcomido por el paso de un tiempo oxidado y detenido en el olvido, tal como lo había visto tantos jueves.
El tiempo no transcurría, porque nada cambiaba en la magnífica rutina de Miriam. Ni siquiera envejecía, lo que, a veces, le resultaba molesto, pero justo entonces entendía que el tiempo era la magia que construía para sí, cada vez que hacía algo distinto a lo anterior.
Por ello, cada mediodía llegaba hasta la Facultad de Música de la Universidad Panamericana y entraba al salón de clases. Allí, arrellanándose en una mullida silla y en su silenciosa soledad, arrancaba las primeras notas de las cuerdas de su violoncello y el tiempo, mágicamente, comenzaba a transcurrir. Era un devenir matemático, un efluvio mecánico expresado en fracciones de un tiempo estático que se desgranaba en infinitos rebotes en las paredes del salón. Era el tiempo un sonido que asemejaba a voces humanas y que se le metía por los poros. Sólo en esa instancia mágica y creadora el tiempo existía. El sonido se deslizaba desde la caja de resonancia de su violoncello e inundaba y desbordaba sus tímpanos. Hacía vibrar las paredes, las hojas de los árboles y las miradas abatidas. El sonido inundaba de luz aquellos escondrijos donde se ocultaban las sombras y el silencio. Entonces, ella cerraba, por fin y ritualmente, sus ojos, siempre ávidos de imágenes, y se dejaba mecer por los acordes trinitarios y los arpegios que jugaban a escaparse por la ventana. Se dejaba llevar por los ritmos, balancear por las armonías, acariciar por las percusiones; en definitiva, se dejaba sentir cada uno de los instantes musicales que le proporcionaban la felicidad de tener la certeza de que el tiempo transcurría. Sólo así se sentía viva y se sentía envejecer, aunque fuera lentamente y sólo tres veces por semana, después del mediodía.
Después de dos horas, en cuanto dejaba de frotar las cuerdas de su violoncello con un arco firmemente aferrado a sus dedos, sentía que todo volvía a detenerse. Se estancaba la vida y su corazón en una tristeza profunda y quieta, porque todo volvía a ser igual que en los empantanados días anteriores. La misma rutina hiriente de su pobreza digna, como un calor pegajoso que no la dejaba moverse, la esperaba agazapada. Entonces, intentaba sacarle nuevas notas a las cuerdas, pero sabía que no podía quedarse, porque debía cumplir con el rito de salir del salón, salir de la Facultad y bajar por aquella escalera, que la conducía a la eterna rutina de su soledad.
Sin embargo, a pesar de la enorme tristeza sospechada, que sucedería a la excitación que le provocaba el fabuloso momento en que creaba el tiempo frotando las cuerdas de su violoncello, respiró profundo, se atrevió, incluso, a sonreír y dio su segundo paso para subir por la escalera en busca del misterio.

FIN

1 comentario:

tecla dijo...

Llevo mirando este texto desde el momento en que lo publicaste.
Es muy bueno. Entrañable.
Me recuerdas a García Márquez y con el mismo gusto hago su lectura.
Como es largo, necesito leerlo más veces para darte una opinión más profunda, porque el texto, lo merece.
O sea, que volveré porque me he quedado a medias.
Creo que deberías publicarlo en TT.
Incluso si lo divides en dos partes, para que te lo lean.
Si me queda tiempo, ya te escribiré.
Te quiero mucho. Ya lo sabes.
Estaba intranquila porque no te había comentado.
Ya te contaré cosas por mi correo personal.
Un abrazo.