W. B. U.
Yo lo vi durante seis años venir a sentarse tardes enteras a la parada de autobús que quedaba enfrente de mi oficina. Había pasado internado dos meses en el hospital luego de aquel accidente ocurrido en esta misma esquina y que me sobresaltó cuando, cabeza gacha y ensimismado, realizaba un balance de caja. Cuando levanté la cabeza, sólo vi un gran camión tolva que había pasado por encima del bus con pasajeros. Se le habían cortado los frenos dijeron algunos y la cuesta por la que venía bajando era muy pronunciada.
Las ambulancias se llevaron a los heridos, entre los cuales estaba don Ernesto, conductor estimado por todos los que en alguna oportunidad fuimos sus pasajeros. El procedimiento policial continuó por varias horas y pude presenciar el macabro rescate de varios cuerpos sin vida, entre los cuales estaba el de la esposa e hijas del amable conductor.
Un estado de coma impidió que don Ernesto asistiera al sepelio de los suyos, por eso no resultó extraño que en cuanto salió del hospital caminara, como un zombie, hasta la parada de autobús donde, en la soledad de un anonimato impuesto por la preocupaciones individuales de los transeúntes, pudo dejar caer sus primeras lágrimas.
Y así continuó ocurriendo, cada tarde, a la misma hora de siempre, don Ernesto llegaba bien vestido y se sentaba para iniciar una espera mansa. Cada cierto rato miraba hacia su izquierda, a lo largo de la calle. Resultaba conmovedor verlo dejar pasar a todos los buses que se detenían y le habrían las puertas. Sus colegas de antaño le dirijían algunas palabras, las que él contestaba con una sonrisa apenas dibujada en medio de un rostro de eterna tristeza, que lo alejaba del mundo.
Después del accidente transcurrieron seis años de magnífica rutina. Seis años en que cada día se repetía exactamente igual, independientemente del clima, el viento, el frío o la lluvia. Don Ernesto lo soportaba todo y cada cierto rato levantaba su cabeza, abandonando por segundos sus meditaciones, y miraba hacia el infinito de la calle. Hasta que de pronto lo vi. Yo lo vi, creo que he sido el único en verlo en esta transitada calle y no me he atrevido a contarlo hasta hoy.
Había terminado uno de mis balances y dejé mis anteojos sobre el escritorio. Me estiré sobre la silla para sacarme el cansancio de la espalda y crucé la mirada hacia la otra vereda como lo hacía tantas veces en un gesto sin sentido, para encontrar su figura incrustada ya en el paisaje. Fue entonces cuando advertí que, por primera vez en seis años, don Ernesto había esbozado una sonrisa que le iluminó el rostro. Yo lo vi levantarse y sonreír. Se acercó al borde de la acera y levantó su mano en una calle vacía. Entonces lo vi sonreír, detenerse un instante, abrir sus manos con afán de agarrarse firmemente de un pasamanos imaginario, levantar un pie como para subir una imaginaria escalera y desaparecer...
FIN