domingo, 26 de agosto de 2007

En la parada de autobús



W. B. U.


Yo lo vi durante seis años venir a sentarse tardes enteras a la parada de autobús que quedaba enfrente de mi oficina. Había pasado internado dos meses en el hospital luego de aquel accidente ocurrido en esta misma esquina y que me sobresaltó cuando, cabeza gacha y ensimismado, realizaba un balance de caja. Cuando levanté la cabeza, sólo vi un gran camión tolva que había pasado por encima del bus con pasajeros. Se le habían cortado los frenos dijeron algunos y la cuesta por la que venía bajando era muy pronunciada.
Las ambulancias se llevaron a los heridos, entre los cuales estaba don Ernesto, conductor estimado por todos los que en alguna oportunidad fuimos sus pasajeros. El procedimiento policial continuó por varias horas y pude presenciar el macabro rescate de varios cuerpos sin vida, entre los cuales estaba el de la esposa e hijas del amable conductor.
Un estado de coma impidió que don Ernesto asistiera al sepelio de los suyos, por eso no resultó extraño que en cuanto salió del hospital caminara, como un zombie, hasta la parada de autobús donde, en la soledad de un anonimato impuesto por la preocupaciones individuales de los transeúntes, pudo dejar caer sus primeras lágrimas.
Y así continuó ocurriendo, cada tarde, a la misma hora de siempre, don Ernesto llegaba bien vestido y se sentaba para iniciar una espera mansa. Cada cierto rato miraba hacia su izquierda, a lo largo de la calle. Resultaba conmovedor verlo dejar pasar a todos los buses que se detenían y le habrían las puertas. Sus colegas de antaño le dirijían algunas palabras, las que él contestaba con una sonrisa apenas dibujada en medio de un rostro de eterna tristeza, que lo alejaba del mundo.
Después del accidente transcurrieron seis años de magnífica rutina. Seis años en que cada día se repetía exactamente igual, independientemente del clima, el viento, el frío o la lluvia. Don Ernesto lo soportaba todo y cada cierto rato levantaba su cabeza, abandonando por segundos sus meditaciones, y miraba hacia el infinito de la calle. Hasta que de pronto lo vi. Yo lo vi, creo que he sido el único en verlo en esta transitada calle y no me he atrevido a contarlo hasta hoy.
Había terminado uno de mis balances y dejé mis anteojos sobre el escritorio. Me estiré sobre la silla para sacarme el cansancio de la espalda y crucé la mirada hacia la otra vereda como lo hacía tantas veces en un gesto sin sentido, para encontrar su figura incrustada ya en el paisaje. Fue entonces cuando advertí que, por primera vez en seis años, don Ernesto había esbozado una sonrisa que le iluminó el rostro. Yo lo vi levantarse y sonreír. Se acercó al borde de la acera y levantó su mano en una calle vacía. Entonces lo vi sonreír, detenerse un instante, abrir sus manos con afán de agarrarse firmemente de un pasamanos imaginario, levantar un pie como para subir una imaginaria escalera y desaparecer...

FIN

sábado, 25 de agosto de 2007

La mujer invisible





W. B. U.



A Fabiola la convencieron rápidamente y se enclaustró en las monjas para ser educada. Penetró la gruesa puerta y los sombríos barrotes con algo más de seis años, y una celeridad y un silencio sobrecogedor, propio de alguien que ya tiene una larga experiencia de autocontrol. Sistemáticamente su omnipresente padre hizo de ella una hacendosa niña, quien como un reseco cartón fue absorbiendo la humedad de las paternales enseñanzas hasta generar en ella su inquebrantable vocación de mártir.
Luego fue ofrecida en matrimonio. Se casó con alguien que le dijo qué hacer, cómo, cuándo y dónde hacerlo. Y ella aprendió silenciosamente a sentir el magnífico orgullo de estar detrás de un gran hombre. Tiempo después serían los hijos quienes la pusieron más atrás aún y ella se fue quedando sola, lentamente, silenciosamente, a la sombra, hasta palidecer.
Y se descoloró tanto que sus manos comenzaron a ser casi cristalinas. Primero pudo ver sus vasos sanguíneos a través de la piel. Luego, fue su propia carne la que permitió traslucir los rayos solares que penetraban su cuerpo. Años después serían los rayos de la luna los que la atravesarían cada vez con mayor facilidad. No había necesidad de llamarla ni pedirle ninguna cosa, porque su compromiso de esposa y madre le hacía anticiparse a las necesidades y requerimientos de su esposo e hijos. Ella ya estaba ahí, antes de que se anunciara la necesidad, por lo tanto nadie la llamaba, nadie la extrañaba porque no quedaba tiempo, estaba siempre allí, silenciosa y atenta, siempre en torno al marido y los hijos, como una presencia fantasmal, como una medusa flotando en torno a las piernas de un bañista, totalmente transparentada. Tanto que igual se fue perdiendo entre los muebles y accesorios de la casa que atendía con muda pasión y premura. Se perdía, y cada vez costaba más encontrarla. Se había convertido, sin darse cuenta, en otra mujer invisible.

FIN

lunes, 20 de agosto de 2007

El sueño



W. B. U.



Su soledad era tan grande como el pañuelo de seda que le habían regalado y ya el vacío casi perpetuo en el que se encontraba desde hacía meses, lo mantenía agobiado. Su conducta social era áspera y de un retraimiento propio del más cerril de los campesinos.
Sumido en las sombras más profundas de su cansancio, pero motivado por una necesidad tan imperiosa como recóndita, estaba Hernán soñando una vez más aquella noche. Como víctima de un febril delirio, despertaba una y otra vez y volvía a quedarse dormido para continuar un sueño testarudo y perseverantemente continuo, en el que un joven trigueño, delgado y de cabellos despreocupados, iba tomando forma y se le aparecía, cada vez más definido, en medio de un sinuoso camino rodeado de jardines.
En su inagotable deseo de compañía, Hernán estaba empeñado en utilizar el poder de la palabra para crear de sus sueños a otro ser humano, para darle vida a quien le acompañaría a ver transcurrir lentamente el calendario. Sólo para él, como un adolescente que descubre la potencia del amor. Su palabra era dicha e imaginada en sueños, perseverante y decidida, tan testaruda como el Obelisco de la Avenida 25 de Mayo, su palabra era tenaz como un ruego.
Entonces, en el limbo de su conciencia, quería quedarse dormido cuanto antes, dejándose abandonado en el mar oscuro de su soledad, para que lo venciera nuevamente el sueño. Su palabra creadora en forma de ruego, comenzaba a trepar desde una soledad profunda, desde un abismo atlántico, elevándose como letanía encadenada en una rogativa seria y misteriosa. Su invocación monocorde doblegaba la quietud de sus dormidos labios y comenzaba a musitar suavemente el nombre de su creación, un muchacho que sería la compañía idealizada con la cual derrotar su soledad.
Entonces su palabra soñada fuertemente y musitada por unos labios dormidos se convertía en el verbo creador, dando forma a un vacío que intuía y se convertía así en un tímido dios, jugando a la creación.
Pero entonces surgía un ruido impertinente, un fastidioso accidente en el silencioso universo de su pieza y Hernán despertaba, transpirado, ansioso y molesto, incitado por su sublime esfuerzo de crear a un nuevo ser humano que lo acompañaría para siempre, que sería esencialmente fiel consigo mismo y con su soledad infinita. Él sabía que faltaba poco para que su palabra, su verbo creador se hiciera carne, formando con su creación una nueva e intrínseca relación, porque su creatura sería una persona, un otro que lo amaría como él ya intuía amarlo. Y su relación sería un nuevo Espíritu Santo, sería la máxima y plena expresión del amor infinito y veraz entre dos personas, que serían una.
Pero así como faltaba poco para lograrlo, faltaba poco para que llegara el día. Los cielos de Buenos Aires comenzaban a teñirse del grisáceo resplandor que viene desde las más lejanas superficies del Océano y Hernán sintió miedo de no poder lograrlo. Sabía que tenía que empeñarse aún más en su esfuerzo y recurriendo a las últimas fuerzas de una agitada noche, se obligó a dormir para encontrar inmediatamente a su joven amado tendido en el prado de su jardín. Allí él estaba cómodo y seguro, como nunca, pero esta vez él sabía que no podía despertarse, porque si lo hiciese el alba ya habría llegado y todo su esfuerzo se perdería en el arrollador torrente de la conciencia. No, él no se permitiría despertar. Despertar suponía enfrentarse a una soledad que lo carcomía insensiblemente, por lo que decide acercarse al joven, en medio del jardín y de sus efluvios primaverales.
Él comienza por acariciarle un torso desnudo y corpulento y la sonrisa es correspondida, pero lejos de ese jardín, detrás de los altos abetos comienza a crecer lenta y sostenidamente el ronco y metálico ronronear de un reloj-despertador. Es el trabajo que llama, la oficina que llama, esa realidad abyecta que lo envilece sin compasión y a cada minuto del día es la que lo está llamando, insistentemente, desde la campanilla del despertador. Hernán se desespera y se oculta entre los arbustos de su jardín. Toma de la mano a su joven creación y deja que éste lo cobije con un brazo musculoso y lleno de vigor. Entonces mientras el sonido del despertador pretende destrozar la armonía del jardín, Hernán se entrega a un beso que lo borra todo, se entrega a un beso mágico que vuelve mudo ese maldito ronroneo metálico y por primera vez es feliz, es tan inmensamente feliz que todo ha desaparecido. Han desaparecido las preocupaciones, los miedos. Ha desaparecido el sonido del despertador y su jardín, ha desaparecido su joven compañero y ya solo, cree todavía sentir el vigor del robusto brazo, porque ahora todo es oscuridad y silencio…
El detective corre la cortina del cuarto para dejar entrar la luz, pero es la sonrisa en el rostro del cadáver de Hernán la que ilumina la triste habitación. Está muerto sobre su cama, sin lesiones aparentes atribuibles a terceras personas que explicaran su deceso. Como un presuroso juicio, el detective anotó en su libreta: “como si no hubiese querido despertar” y se fijó en una sutil sonrisa que le había quedado grabada en los labios. Era una sonrisa que daba cuenta de haber encontrado la más absoluta felicidad.


FIN

La loca





Walton Beltrán Uyevic



Gracias a tres antiguas ampolletas amarillentas, el pasillo se hacía larguísimo y somnoliento. El olor de los analgésicos y psicotrópicos que aletargan como la noche, se percibía en el aire, fácilmente. Las paredes estaban forradas con un tapiz de seguridad blanco y sobre cada uno de los pequeños vidrios de las puertas, por ambos lados, había una pequeña malla de acero para prevenir cualquier accidente o intento de suicidio.
Al final del corredor se encontraba la sala que era ocupada por la loca que lloraba, como una princesa maldita secuestrada en la torre de un castillo, rodeada por el sólido granito de su recuerdo. Ella era todo un personaje. Desde el primer día de su internación había llorado en silencio, había recibido sus medicinas sin chistar, sin el menor atisbo de rebelión.
Ahora lloraba todo el día. Era lo único que hacía. Nadie sabía por qué se había abandonado literalmente al llanto. Por estas razones, sobre ella se habían comenzado a tejer las más insólitas, románticas, fantásticas y descabelladas versiones que explicaran su conducta. Yo mismo la vi llorar catorce veces en un mismo día.
Ella lloraba casi en silencio. Era un llanto apacible, entregado, sin reclamo.
Un día, transgrediendo todos los protocolos de seguridad, abrí la puerta e ingresé. Ella estaba acostada boca abajo. Bueno, boca abajo es sólo un decir, porque ella en realidad, tenía su cuello doblado a la izquierda, respiraba libremente y de su ojo superior brotaban mudas lágrimas que avanzaban superando la colina imaginaria en que se había convertido su tabique nasal. Sus lágrimas caían ligeras, en la cavidad del otro ojo, que se había convertido también en una fuente desde la que manaban parsimoniosamente un torrente de lágrimas mudas. En un momento creí haber visto dibujarse en su rostro una leve sonrisa en cuanto me puse sobre su campo visual, pero no. Había sido sólo ilusión óptica.
Entonces me acerqué y le pregunté directamente:
-¿Por qué lloras?-, lo hice sin abrigar demasiadas esperanzas.
Entonces ella comenzó a mover casi imperceptiblemente sus labios, manteniendo fijos sus ojos, perdidos en el vacío. Pasaron algunos segundos antes de que me diera cuenta que estaba respondiéndome, entonces acerqué mi oído y puse toda la atención de que soy capaz.
-… y porque todo lo que entra, sale. Y lo que te enamora en un segundo, tardas una vida en olvidarlo…- ella respondió casi musitando y fue todo lo que alcancé a oír.
Lamentablemente, no sabía que al abrir la puerta se activaba el sistema de alarmas, por lo que fui sorprendido por el ruido sordo de pasos que se acercaban a la carrera.



FIN

sábado, 18 de agosto de 2007

La micro



Walton Beltrán Uyevic




Subo, una vez más, como siempre, después de la aburrida Jornada Escolar Completa y apenas miro al chofer. Es un rostro sin esencia, que nunca me detendré a observar, menos hoy que llevo un hambre que me reclama en las entrañas. A la micro le llaman, con justa razón, “la rompehuesos”. Traquetea sobre el asfalto infame que se descascara y las calcomanías son un arcoiris de información que se pega a la pared interior, entre garajes y recarga de extintores, entre articulados, prohibiciones ministeriales y hedores de axila. Termino de leer por enésima vez: “… dirija el chorro a la base del fuego” y sólo entonces, cuando levanto mi cabeza, me doy cuenta. ¡Qué pena, la vieja! La micro va llena y se tiene que ir parada. Miro por la ventana unos gastados paisajes y siento pena por ella. Nadie le da el asiento…

FIN

El bisabuelo



Walton Beltrán Uyevic



El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar amaneció resfriado. Hizo cama mañana, tarde y noche, le llevaron aguas calientes de todo tipo de hierbas y hoy, a sus 84 años, juega dificultosamente con sus bisnietos…

FIN

jueves, 16 de agosto de 2007

El grito




Walton Beltrán Uyevic

Él siempre había tenido un obstinado proceder. Siempre había hecho lo que había querido, sin mayor límite moral que el de su propia conveniencia. Ya condenado, saltó la acequia con sus pies engrillados, hacia el paredón. En el tramo de doce metros del viejo patio carcelario, no se escuchó ni un solo lamento en esa fría madrugada. Había sido un asesino por gusto y, cansado de una vida de ocultamientos, se había dado el gusto de entregarse a la Justicia. Cuando vio titubear al Oficial, miró con ojos acerados a los fusileros, sonrió con una mueca casi imperceptible, hinchó su pecho y se dio el gusto de gritar: -¡Fuego!

FIN

martes, 14 de agosto de 2007

El empresario




Walton Beltrán Uyevic



El melancólico maquinista Jorge Teillier había jalado la cadena que colgaba de la cabina de su negra locomotora y el largo pitazo pasó del sobresalto a convertirse en un guijarro cayendo lenta y tristemente en el profundo pozo de la tarde. El fuerte estruendo se fue perdiendo con pereza hasta convertirse en un manso silencio detenido en medio de una cincuentena de casas de madera transpirada.
El pueblo dormía la siesta cubierto por un manto de grises nubarrones de los cuales se desprendían millones de partículas que lo mojaban todo. La llovizna, que movía el viento, tenía el olor penetrante del humo resinoso de los cipreses y avellanos.
Cuando el esférico cuerpo del empresario bajó del tren sintió el viento helado de la tarde abofeteándolo desaprensivamente en el rostro, mientras en forma inmediata el largo convoy comenzaba a moverse, entre humos y vapores, bufando como un boxeador cansado.
Por la estrecha ventana de la locomotora, Jorge Teillier sacó su rostro pálido y dio una última ojeada a la pequeña estación que dejaba atrás, paladeando ya el vaso de vino tinto que lo recibiría, con el inconfundible sabor cauquenino a parra de rulo, al llegar a Temuco.
El empresario salió de la pequeña estación, breve como un sueño quebrantado, y se dirigió por la amplia calle de tierra a interrumpir la impenitente siesta de la única hostería del pueblo. Pensó que, nuevamente, al abrir la puerta, sonaría la campañilla de bronce que colgaba del dintel, pensó que el gato despertaría y se estiraría, arqueando su espalda y abriendo a toda capacidad su pequeño hocico, para mostrar filosos y blanquecinos dientes y colmillos. A los pocos segundos aparecería doña Mercedes con su inconfundible delantal humedecido a la altura del vientre y secundada por suculentos aromas que emanaban desde la cocina. Ella le diría:

--Buenas tardes, don Víctor, parece que esta temporada será más tempranera. Los peones lo están esperando desde la semana pasada. Oiga, usted, cada día está más gordito, ehh.

La última sentencia sonaría como un reproche, pero no le molestaría, porque estaba feliz, ya que esta temporada la tala se mostraba auspiciosa y ganaría buen dinero. Todos ganarían buen dinero, y esta vez los peones serían más de cien, lo que correspondía a más de cien las familias que verían con buenos ojos la llegada del señor Garmendia.
Sin embargo, a poco de salir de la estación, un fuerte y penetrante dolor le obligó a llevar su mano al centro del pecho y lo dobló como si un cansado ventrílocuo doblara su muñeco de trapo, después de finalizada la función. Este dolor fue tan intenso que perdió la conciencia por pocos segundos, los suficientes como para caer y rodar por el suelo en medio de una calle fangosa.
Al cabo de unos segundos, fue el mismo dolor, como un barrote de acero al rojo vivo atravesándole las entrañas, el que le hizo recobrar el sentido y se vio con el rostro totalmente cubierto de barro. Al apoyar sus manos para reincorporarse, sintió como sus dedos se desplazaban a través de un oscuro y blando queso que habían batido las ruedas de las carretas, en medio de la calle, durante las últimas lluvias del fin de semana.
Intentó entonces salir gateando de en medio del lodazal, pero un nuevo y lacerante dolor lo inmovilizó, haciéndolo caer otra vez en el charco. Aprovechó la caída y con las pocas fuerzas que le quedaban giró para desplomarse de espaldas. Arriba los grises nubarrones que se desplazaban rápidamente contra el blanquecino celeste del cielo, le mostraban que estaba sumido en su suerte.
Supo entonces que estaba muriéndose, que le había llegado la hora. Lejos de los suyos. La muerte, en forma de un dolor maldito, le había hecho la encerrona a cientos de kilómetros al sur de la capital, donde su familia gozaba de las garantías de una fortuna construida sobre la base de mudos y anónimos esfuerzos de campesinos y peones analfabetos de la Araucanía.
Intentó gritar, pidiendo ayuda, pero ni un solo sonido salió de esa garganta acostumbrada a apurar decenas de flojos peones. Su rostro y su pelo se hundieron en medio del lodo y, agobiado por el dolor, parecía que respirar fuera toda una hazaña.
Tras algunos segundos, avanzó heroicamente cuatro o cinco metros, hasta quedar con medio cuerpo encima de la acera peatonal, a no más de cincuenta metros de la puerta de la Estación. Ni un alma había visto como el grueso cuerpo del señor Garmendia se doblaba y caía en medio del lodazal. Tampoco lo habían visto arrodillado y suplicante.
Poco a poco, la gente comenzó a salir de sus casas y miraba primero hacia la estación, para después caminar hacia la Hostería y tras comprobar que no había llegado el empresario, iniciar un tímido trayecto hacia el andén y las pequeñas construcciones de maderas sostenidas por el grandilocuente nombre de... "Estación".
Cuando lo hicieron debieron pasar por el lado del cilíndrico cuerpo de un infeliz que yacía embarrado sobre la acera peatonal. Una vecina se quejó que cómo era posible que alguien se emborrachara tan temprano. Otro, empujándolo con el pie, lo sacó de la vereda para que el Señor Garmendia no se vaya a fastidiar, porque a él le gustaba la gente trabajadora. Otros, ya en el andén y mirando en una y otra dirección, hasta el punto exacto en que los rieles jugaban a unirse en un punto mágico, decían: --"Qué raro que no haya llegado el Señor Garmendia, si sentimos sonar el silbato del tren hace ya varios minutos y él había anunciado su llegada para hoy...".

FIN

lunes, 13 de agosto de 2007

El semáforo



Walton Beltrán Uyevic

El pobre perro se me acercó moviendo suavemente su cola, pero al ver que en esta oportunidad no tenía la acostumbrada galleta, se fue como si nada. Yo me acercaba al semáforo de la Avenida Independencia con Poeta Pablo Neruda, en esta ciudad que me ha adoptado desde hace unos 20 años y realmente no sabía qué pensar. Me había enamorado, aún contra mi voluntad, porque había decidido terminar primero mi doctorado y reubicarme laboralmente. Estaba casado y me había enamorado nuevamente. Pero esto a veces pasa.
Cuando abrí el ejemplar del diario, las primeras gotas de lluvia mojaron las páginas de avisos económicos, anticipando el diluvio que vendría después y yo, con este desconcierto total en mi cabeza, había olvidado salir con algo más protector que la simple chaqueta de lanilla “Príncipe de Gales”. Es que, desde mi primera juventud, cuando mi corazón se enamoraba era capaz de perder hasta la cabeza. Sin embargo, lo más difícil de todo no era haberme enamorado, sino cómo contárselo a mis ancianos padres, a mi esposa y a mis hijos, ya que sabía que todos sufrirían y que, ciertamente, no eran merecedores de aquello.
La lluvia ya comenzaba a aglutinar mis cabellos, dejando al descubierto una incipiente calvicie, la cual se iluminaba alternativamente de verde, amarillo y rojo. El agua me caía sin el menor resguardo bajo el semáforo, pero estaba inmerso en mis cavilaciones, intentando descubrir qué es lo que había pasado entre mi esposa y yo, entre mis hijos y yo, qué gran distancia es la que promovían los años y la educación tradicional y victoriana de mis padres, enfrentados a mi modernismo. Pero aún definiéndome como modernista, un hombre actual, no hallaba cómo decírselos.
“¿Habrá sido la rutina que, como un silencioso cáncer, nos fue distanciando?”, me preguntaba, mientras inconscientemente golpeé con la punta del zapato una lata de cerveza, que se quedó flotando en medio de un charco, junto a la cuneta. “¿Habrá sido su dedicación casi exclusiva a los hijos y su pérdida de interés sexual?”, no lo sabía ciertamente, pero de que nos habíamos distanciado, nos habíamos distanciado, y ya era tarde para volver atrás, porque ahora lo sabía. Estaba enamorado como nunca, aunque fuera un amor prohibido.
Y ahí estaba yo, enamorado, y buscando la forma de aceptar este amor. Porque tendría que comenzar por aceptarlo yo, primero. Para mí también era difícil saberme sorprendido por un enamoramiento que hacía latir mi corazón locamente, que me hacía descubrir nuevos mundos cuando me acompañaba. Me hacía sentir joven, encandilado. Pero sabía que no podría caminar por las calles mostrando mi nuevo amor al mundo. Era un padre de familia maduro, a veces incluso algo conservador, iba a la iglesia los domingos y, también, había comenzado con un hobby. Por eso tal vez no me atrevía a dar otro paso y permanecía allí, bajo el semáforo de Avenida Independencia con Poeta Pablo Neruda. Pero tal vez la calle no era el impedimento real, sino la sociedad y mis miedos, tal vez el verdadero límite no era esta avenida en la que los automóviles se detenían y continuaban cada cierto tiempo. La lluvia arreciaba y las gotas que caían sobre el semáforo salían disparadas hacia todos lados convertidas en diminutas flechas de colores. Algunas me caían encima porque no me atrevía a caminar, porque tal vez el límite era la incomprensión social y debía callar, que a mis 48 años me había vuelto a enamorar, pero esta vez, de otro hombre solitario, como yo.

FIN

El secretario



Walton Beltrán Uyevic



El envejecido secretario acostumbraba a caminar todos los días, a la misma hora, por esta misma calle. Su figura enfundada en un estropeado traje azul formaba parte integrada del paisaje.
No falló en 14 años, cada día laboral, allí estaba su lenta y abnegada caminata, pero algo ha pasado hoy. El secretario no ha aparecido y yo me quedo petrificado en mitad de la cuadra, porque todo huele a muerte.
Se ha corrompido la certera secuencia del orden y me pregunto: ¿ha muerto el secretario o el muerto soy yo que ahora, invisible, camino por esta misma calle vacía, a través del mismo paisaje, pero en otra dimensión…?


FIN

miércoles, 8 de agosto de 2007

Un silencio que no calla es un vuelo constante...


El disco de vinilo




Walton Beltrán Uyevic


En verdad, había comenzado a oscurecer en la habitación. En la parte alta de las paredes se dibujaban las sombras de las hojas de los árboles, recortadas por la luz amarillenta de un gordo y lento sol, que comenzaba a desaparecer tras el horizonte. Adentro, en el living comedor, un perpetuo y mecánico “rac - rac - rac” inundaba el tiempo detenido y un espacio somnoliento entre visillo y manteles de encaje, e indicaba que el disco de vinilo había terminado su función hacía tiempo; sin embargo, embelesado en el monótono ruido del disco y en su eterno girar, la baba de Jacinto mantenía completamente húmedo su babero y se desbordaba por la comisura de unos labios agarrotados, que se movía al son de violentos espasmos. Sus muñecas y sus dedos estaban completamente doblados y perpetuamente anquilosados, lo mismo que sus rodillas, tobillos, codos, hombros y cuello. Es que su cerebro había sido fulminado por el fuego de la anoxia al momento de nacer y el desdichado sólo había logrado alcanzar los 35 años, gracias a la fiel presencia de su madre que le cantaba todo el día al son de los discos de vinilo.
Pero el disco había llegado a su final. Y todo había llegado a su final, porque la anciana madre de Jacinto yacía inerte en el suelo de la habitación, traicionada por un colapso cardiaco, mientras la luz del sol también se iba apagando entre el florido follaje ocre del papel mural.

FIN

La reseca mano

Walton Beltrán Uyevic


“El olvido es un simulacro repleto de fantasmas”
Mario Benedetti


Cuando abandonó la pluma sobre el reseco papel amarillo, miró con sorpresa y angustia la famélica y reseca mano de su padre, la cual tenía asida y moviéndose en el extremo de su brazo. Apretó inmediatamente el puño izquierdo, con furia, pero no lo quiso mirar, sencillamente porque no quería comprobar que en el otro brazo también tenía asida la otra extremidad paterna.
Lo insólito era, que por el simple gesto de observar la mano, la figura de su padre regresaba de golpe desde un pasado olvidado a costa de mucho sacrificio. El espectro le había estado acechando por muchos años y le salía ahora al encuentro, furtivamente, como si se tratara de una emboscada maldita. Entonces, la sangre le irrigó de golpe sus ojos y como en un infantil e inútil gestó, él sacudió la mano, sólo para comprobar, instantes después, que con ello sólo había conseguido volver a ser un niño atormentado.
La rabia se le coló por las arterias e inundó cada uno de los ventrículos y aurículas de su corazón manso. Entonces, tosió de ira. Se levantó enseguida, como impulsado por un resorte mágico, retrocedió unos pasos para apoyar su espalda contra la pared, pero ningún gesto automático le devolvía la tranquilidad, porque observó con terror y asco que la mano de su padre permanecía allí, en el extremo de su brazo, y al observar esos dedos sin carne, esas uñas que se curvaban justo en el extremo, la presencia paterna, casi olvidada por años, se hizo omnipresente inundando hasta sus anhelos más secretos y preciados.
Entonces, al asco le siguió la decisión más perentoria, quería la independencia absoluta.
Por ello, caminó lentamente como un autómata hasta el cajón de las herramientas y tomó el hacha pequeña, la cual levantó sobre su cabeza y mientras sostenía la dura hoja de brillante acero, en el cenit de sus intenciones emancipadoras, miró por última vez la mano de su padre, enjuta y reseca, enquistada en el extremo de su brazo.
Entonces, con unos ojos de hielo que no decían nada, en medio de un silencio extraño, un brillo se dejó caer, desgarrando el silencio ácido de la sala. Fue un brillo que congeló el momento como una fotografía, lo mismo que el grito, que se prolongó más allá del odio, lo mismo que las tres gotas de sangre, que salpicaron la larga y ancha alfombra gris.
FIN