“El olvido es un simulacro repleto de fantasmas”
Mario Benedetti
Cuando abandonó la pluma sobre el reseco papel amarillo, miró con sorpresa y angustia la famélica y reseca mano de su padre, la cual tenía asida y moviéndose en el extremo de su brazo. Apretó inmediatamente el puño izquierdo, con furia, pero no lo quiso mirar, sencillamente porque no quería comprobar que en el otro brazo también tenía asida la otra extremidad paterna.
Lo insólito era, que por el simple gesto de observar la mano, la figura de su padre regresaba de golpe desde un pasado olvidado a costa de mucho sacrificio. El espectro le había estado acechando por muchos años y le salía ahora al encuentro, furtivamente, como si se tratara de una emboscada maldita. Entonces, la sangre le irrigó de golpe sus ojos y como en un infantil e inútil gestó, él sacudió la mano, sólo para comprobar, instantes después, que con ello sólo había conseguido volver a ser un niño atormentado.
La rabia se le coló por las arterias e inundó cada uno de los ventrículos y aurículas de su corazón manso. Entonces, tosió de ira. Se levantó enseguida, como impulsado por un resorte mágico, retrocedió unos pasos para apoyar su espalda contra la pared, pero ningún gesto automático le devolvía la tranquilidad, porque observó con terror y asco que la mano de su padre permanecía allí, en el extremo de su brazo, y al observar esos dedos sin carne, esas uñas que se curvaban justo en el extremo, la presencia paterna, casi olvidada por años, se hizo omnipresente inundando hasta sus anhelos más secretos y preciados.
Entonces, al asco le siguió la decisión más perentoria, quería la independencia absoluta.
Por ello, caminó lentamente como un autómata hasta el cajón de las herramientas y tomó el hacha pequeña, la cual levantó sobre su cabeza y mientras sostenía la dura hoja de brillante acero, en el cenit de sus intenciones emancipadoras, miró por última vez la mano de su padre, enjuta y reseca, enquistada en el extremo de su brazo.
Entonces, con unos ojos de hielo que no decían nada, en medio de un silencio extraño, un brillo se dejó caer, desgarrando el silencio ácido de la sala. Fue un brillo que congeló el momento como una fotografía, lo mismo que el grito, que se prolongó más allá del odio, lo mismo que las tres gotas de sangre, que salpicaron la larga y ancha alfombra gris.
FIN
Mario Benedetti
Cuando abandonó la pluma sobre el reseco papel amarillo, miró con sorpresa y angustia la famélica y reseca mano de su padre, la cual tenía asida y moviéndose en el extremo de su brazo. Apretó inmediatamente el puño izquierdo, con furia, pero no lo quiso mirar, sencillamente porque no quería comprobar que en el otro brazo también tenía asida la otra extremidad paterna.
Lo insólito era, que por el simple gesto de observar la mano, la figura de su padre regresaba de golpe desde un pasado olvidado a costa de mucho sacrificio. El espectro le había estado acechando por muchos años y le salía ahora al encuentro, furtivamente, como si se tratara de una emboscada maldita. Entonces, la sangre le irrigó de golpe sus ojos y como en un infantil e inútil gestó, él sacudió la mano, sólo para comprobar, instantes después, que con ello sólo había conseguido volver a ser un niño atormentado.
La rabia se le coló por las arterias e inundó cada uno de los ventrículos y aurículas de su corazón manso. Entonces, tosió de ira. Se levantó enseguida, como impulsado por un resorte mágico, retrocedió unos pasos para apoyar su espalda contra la pared, pero ningún gesto automático le devolvía la tranquilidad, porque observó con terror y asco que la mano de su padre permanecía allí, en el extremo de su brazo, y al observar esos dedos sin carne, esas uñas que se curvaban justo en el extremo, la presencia paterna, casi olvidada por años, se hizo omnipresente inundando hasta sus anhelos más secretos y preciados.
Entonces, al asco le siguió la decisión más perentoria, quería la independencia absoluta.
Por ello, caminó lentamente como un autómata hasta el cajón de las herramientas y tomó el hacha pequeña, la cual levantó sobre su cabeza y mientras sostenía la dura hoja de brillante acero, en el cenit de sus intenciones emancipadoras, miró por última vez la mano de su padre, enjuta y reseca, enquistada en el extremo de su brazo.
Entonces, con unos ojos de hielo que no decían nada, en medio de un silencio extraño, un brillo se dejó caer, desgarrando el silencio ácido de la sala. Fue un brillo que congeló el momento como una fotografía, lo mismo que el grito, que se prolongó más allá del odio, lo mismo que las tres gotas de sangre, que salpicaron la larga y ancha alfombra gris.
FIN
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