W. B. U.
En la soledad del patio, él, un hombre que con inocente esfuerzo se arrimaba al umbral de los 35 años, jugaba, corría y daba vueltas, una y otra vez, siguiendo una órbita heliocéntrica en torno a su hijo autista. Recogía la pelota que le había lanzado cientos de veces para que el pequeño la tomara; sin embargo, el niño continuaba imperturbable, como una estatua de sal, atrapado en un halo de eterna inconsciencia que lo hacía encontrarse muy lejos, dentro de sí. La pelota le golpeaba suavemente el cuerpo, para alejarse dando breves botes, a unos cuantos metros sobre el césped.
Él, podría haber pensado qué sentido tenía todo aquello. Podría haberse dado por vencido. Pero como arrobado por una inconsciencia testaruda, prisionero de una fatalidad gratuita que encontró un buen día, recogía una vez más el balón, para lanzárselo al cuerpo.
Obstinado, quería ganarle al destino, quería vencer la derrota que la realidad le había propinado a los sueños que se había forjado cuando esperaba el nacimiento de la criatura: iba a jugar al fútbol con su primogénito varón, tal como habían jugado con él. Le regalaría una camiseta azul. Esperaba que su hijo golpeara el balón para que él, bajo los tres palos, simulara que su esfuerzo no podía evitar la conquista. Entonces, desde aquel día tendría que comprarle botines con estoperoles y las canilleras de última moda, tal vez llevarlo uno que otro domingo al estadio.
Él le lanzaba la pelota mientras lo estimulaba, pero los vítores rebotaban contra las solitarias y mudas paredes de la propiedad:
-Muy bien, ahora viene corriendo por la punta derecha, burla a uno, a dos, a tres, levanta la cabeza, lo mira mejor ubicado en el centro del área y le lanza el paseeee…-gritaba, jadeando.
Y ahí acababa todo. El eco de sus palabras se ahogaba abruptamente en el sordo pozo de la realidad. Terminaba el ataque de un equipo imaginario estrellándose contra la inclemente realidad de su hijo que sólo atinaba a quedarse de pie y a mirarse los dedos, que movía con extraordinaria habilidad, escribiendo increíbles historias en el aire.
No sabía cómo derrotar esa barrera infranqueable de soledad y aislamiento en la que estaba encerrado su retoño. Nadie podía saberlo, ni la ciencia con todos sus adelantos lo había podido insinuar siquiera, pero él, con una ceguera terca, iba una y otra vez a la carga, como un equipo que debe vencer a una cerrada defensa rival; sin embargo, tenía la llave en su poder sin saberlo siquiera. Lanzaba ya la pelota sin esperanzas, sólo porque debía hacerlo, en la soledad y quebranto de una paternidad malograda, y esa era, precisamente, la llave que liberaría su infortunio, porque continuó empecinado, como gota que orada el granito más duro, lanzando una y otra vez el balón.
-La para de pecho, la controla, se pasa a uno, se pasa al segundo, levanta la cabeza, lanza el pase, se huele el gol… se huele el gol…
Pero avanzaba la tarde y ya la luz adecuada para la práctica del fútbol, se había ido hacía rato, sin que él lo hubiera notado prudentemente. Además, su hijo de tan quieto que estaba en el centro del patio, sobre el césped, absorto, se estaba enfriando y podía coger un catarro.
Él, el padre obcecado, no había perdido la esperanza, sencillamente, porque no la tenía.
Sólo sabía que tenía que ir a la carga una y otra vez, para derrotar el aislamiento de su hijo, para hacer sucumbir esa barrera que, como una pared de piedra lo separaba de la vida común y corriente. Y en vez de haberse convertido en una gran máquina o cíclope que hiciera colapsar de un golpe la dura roca, se había vuelto una pequeña hormiga, testaruda y ciega, que iba silenciosamente, en medio del patio de su casa, mientras se iba la luz del sol, llevándose uno a uno los miles de millones de granos que conformaban esa pared egoísta para hacerla caer.
De pronto, él, el padre pertinaz, creyó ver un breve brillo de conexión en los ojos de su hijo y dificultosamente vio como su silueta, recortada tenuemente contra las sombras del patio, comenzaba a moverse…
En un momento, todo quedó suspendido por los finos hilos de la esperanza, padre e hijo fueron cómplices de una misma realidad. Desde el fondo del patio se elevó furioso un largo grito apagado miles de veces:
-¡Goooooooooooolllll!
FIN
En la soledad del patio, él, un hombre que con inocente esfuerzo se arrimaba al umbral de los 35 años, jugaba, corría y daba vueltas, una y otra vez, siguiendo una órbita heliocéntrica en torno a su hijo autista. Recogía la pelota que le había lanzado cientos de veces para que el pequeño la tomara; sin embargo, el niño continuaba imperturbable, como una estatua de sal, atrapado en un halo de eterna inconsciencia que lo hacía encontrarse muy lejos, dentro de sí. La pelota le golpeaba suavemente el cuerpo, para alejarse dando breves botes, a unos cuantos metros sobre el césped.
Él, podría haber pensado qué sentido tenía todo aquello. Podría haberse dado por vencido. Pero como arrobado por una inconsciencia testaruda, prisionero de una fatalidad gratuita que encontró un buen día, recogía una vez más el balón, para lanzárselo al cuerpo.
Obstinado, quería ganarle al destino, quería vencer la derrota que la realidad le había propinado a los sueños que se había forjado cuando esperaba el nacimiento de la criatura: iba a jugar al fútbol con su primogénito varón, tal como habían jugado con él. Le regalaría una camiseta azul. Esperaba que su hijo golpeara el balón para que él, bajo los tres palos, simulara que su esfuerzo no podía evitar la conquista. Entonces, desde aquel día tendría que comprarle botines con estoperoles y las canilleras de última moda, tal vez llevarlo uno que otro domingo al estadio.
Él le lanzaba la pelota mientras lo estimulaba, pero los vítores rebotaban contra las solitarias y mudas paredes de la propiedad:
-Muy bien, ahora viene corriendo por la punta derecha, burla a uno, a dos, a tres, levanta la cabeza, lo mira mejor ubicado en el centro del área y le lanza el paseeee…-gritaba, jadeando.
Y ahí acababa todo. El eco de sus palabras se ahogaba abruptamente en el sordo pozo de la realidad. Terminaba el ataque de un equipo imaginario estrellándose contra la inclemente realidad de su hijo que sólo atinaba a quedarse de pie y a mirarse los dedos, que movía con extraordinaria habilidad, escribiendo increíbles historias en el aire.
No sabía cómo derrotar esa barrera infranqueable de soledad y aislamiento en la que estaba encerrado su retoño. Nadie podía saberlo, ni la ciencia con todos sus adelantos lo había podido insinuar siquiera, pero él, con una ceguera terca, iba una y otra vez a la carga, como un equipo que debe vencer a una cerrada defensa rival; sin embargo, tenía la llave en su poder sin saberlo siquiera. Lanzaba ya la pelota sin esperanzas, sólo porque debía hacerlo, en la soledad y quebranto de una paternidad malograda, y esa era, precisamente, la llave que liberaría su infortunio, porque continuó empecinado, como gota que orada el granito más duro, lanzando una y otra vez el balón.
-La para de pecho, la controla, se pasa a uno, se pasa al segundo, levanta la cabeza, lanza el pase, se huele el gol… se huele el gol…
Pero avanzaba la tarde y ya la luz adecuada para la práctica del fútbol, se había ido hacía rato, sin que él lo hubiera notado prudentemente. Además, su hijo de tan quieto que estaba en el centro del patio, sobre el césped, absorto, se estaba enfriando y podía coger un catarro.
Él, el padre obcecado, no había perdido la esperanza, sencillamente, porque no la tenía.
Sólo sabía que tenía que ir a la carga una y otra vez, para derrotar el aislamiento de su hijo, para hacer sucumbir esa barrera que, como una pared de piedra lo separaba de la vida común y corriente. Y en vez de haberse convertido en una gran máquina o cíclope que hiciera colapsar de un golpe la dura roca, se había vuelto una pequeña hormiga, testaruda y ciega, que iba silenciosamente, en medio del patio de su casa, mientras se iba la luz del sol, llevándose uno a uno los miles de millones de granos que conformaban esa pared egoísta para hacerla caer.
De pronto, él, el padre pertinaz, creyó ver un breve brillo de conexión en los ojos de su hijo y dificultosamente vio como su silueta, recortada tenuemente contra las sombras del patio, comenzaba a moverse…
En un momento, todo quedó suspendido por los finos hilos de la esperanza, padre e hijo fueron cómplices de una misma realidad. Desde el fondo del patio se elevó furioso un largo grito apagado miles de veces:
-¡Goooooooooooolllll!
FIN
2 comentarios:
Siempre nos queda la esperanza Walton. Ese lanzar la pelota una, y otra, y otra vez.
Todas las veces que haga falta, porque al final siempre nos quedará la tranquilidad de saber que siempre lo hemos intentado.
La vida es eso, un intento perpetuo.
Besos con todo mi cariño.
Ni que me lo digas, Socorro. así lo he venido haciendo dede hace 22 años con mi hijo.
Gracias por tu cariño.
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