Gustavo venía corriendo hacía rato. Su jadeo, sin embargo, era extrañamente acompasado y no denunciaba el rigor impuesto a sus pasos, rabiosamente, durante el largo periplo que había realizado en torno al parque, minutos después que decidiera salir de su cama, donde había permanecido despierto y quieto, por espacio de cuatro horas.
Pero, a diferencia de anteriores ocasiones, no encontraba en esta actividad, la endorfínica satisfacción de otras jornadas. Entonces, se empeñaba en superar la lacerante puntada que le aguijoneaba el costado consumiendo el aire a grandes bocanadas. La satisfacción era doble: el dolor pasaba y respirar a borbotones, era la única actividad gratuita que ya le iba quedando. Pero ni siquiera tan gratuita, como era su deseo, ya que para respirar ese aire puro que ansiaba, debía costear la locomoción que lo sacaría del radio urbanizado de la ciudad.
Gustavo estaba cansado, pero no de correr, sino de sentir ese gustillo traidor que estaba sintiendo cada vez que pensaba en la sociedad que le habían heredado. Tener que pagar cada vez más dinero por el agua que bebía, era para él una bofetada hiriente. Tener que pagar tanto por leer un libro, por comer, por vivir, era un ultraje indigno para él, que quería encarnar sus ansias de libertad.
Después de unas horas de carrera, por arboledas y avenidas, no había encontrado la satisfacción buscada, por lo que regresó a su casa donde, sentada en un sillón, casi como un cuadro vivo, estaba su anciana madre arropada con un chal de lana. Al verla, parecía que el tiempo se detenía alrededor.
Gustavo entró silencioso y no contestó el trémulo y humilde saludo de su madre. Se dirigió inmediatamente al baño, donde apoyó las manos en los bordes del lavatorio para quedarse, cabeza gacha, jadeando un momento.
Cuando levantó la mirada se produjo un momento cómplice y sublime. Su imagen, otrora fiel reflejo de sus movimientos y presencia, ahora estaba ganando en autonomía y comenzaba a realizar otros gestos, extrañas muecas, libres guiños, frente a la atónita mirada de Gustavo.
De pronto, la imagen comenzó a sonreír y se hizo levemente a un lado de la posición inicial, disociado completamente de su original. La imagen levantó su mano y comenzó a llamarlo. Gustavo encontró allí el camino que había venido buscando durante tantas jornadas y como izado por una mano poderosa, que lo alejaba de todo punto de apoyo comenzó a levitar hacia el límite de cristal entre el mundo real e imaginario. La imagen reflejada, corrompiendo el orden lógico de todas las leyes ontológicas, se desvinculó de los movimientos de Gustavo y lejos de acercarse hacia la superficie del espejo, se alejó.
Gustavo estaba cansado, pero no de correr, sino de sentir ese gustillo traidor que estaba sintiendo cada vez que pensaba en la sociedad que le habían heredado. Tener que pagar cada vez más dinero por el agua que bebía, era para él una bofetada hiriente. Tener que pagar tanto por leer un libro, por comer, por vivir, era un ultraje indigno para él, que quería encarnar sus ansias de libertad.
Después de unas horas de carrera, por arboledas y avenidas, no había encontrado la satisfacción buscada, por lo que regresó a su casa donde, sentada en un sillón, casi como un cuadro vivo, estaba su anciana madre arropada con un chal de lana. Al verla, parecía que el tiempo se detenía alrededor.
Gustavo entró silencioso y no contestó el trémulo y humilde saludo de su madre. Se dirigió inmediatamente al baño, donde apoyó las manos en los bordes del lavatorio para quedarse, cabeza gacha, jadeando un momento.
Cuando levantó la mirada se produjo un momento cómplice y sublime. Su imagen, otrora fiel reflejo de sus movimientos y presencia, ahora estaba ganando en autonomía y comenzaba a realizar otros gestos, extrañas muecas, libres guiños, frente a la atónita mirada de Gustavo.
De pronto, la imagen comenzó a sonreír y se hizo levemente a un lado de la posición inicial, disociado completamente de su original. La imagen levantó su mano y comenzó a llamarlo. Gustavo encontró allí el camino que había venido buscando durante tantas jornadas y como izado por una mano poderosa, que lo alejaba de todo punto de apoyo comenzó a levitar hacia el límite de cristal entre el mundo real e imaginario. La imagen reflejada, corrompiendo el orden lógico de todas las leyes ontológicas, se desvinculó de los movimientos de Gustavo y lejos de acercarse hacia la superficie del espejo, se alejó.
De pronto, Gustavo se vio dentro del espejo y su imagen lo acogió para llevarlo a la profundidad de un pasillo oscuro, desapareciendo entre sus sombras que comenzaron a engullirlo lenta y sutilmente, como un depredador con hambre acumulada y sorda.
Afuera, dos horas después, cuando ya las luces comenzaban a dibujar largas sombras sobre los prados, la anciana madre continuaba esperando que su hijo saliera del baño para compartir una tacita de té.
FIN
Afuera, dos horas después, cuando ya las luces comenzaban a dibujar largas sombras sobre los prados, la anciana madre continuaba esperando que su hijo saliera del baño para compartir una tacita de té.
FIN