jueves, 30 de septiembre de 2010

Las Palomas de la Plaza de Armas


(Este texto obtuvo el 3º lugar en el Concurso de Cuentos del 40º Aniversario del Diario "El Observador" de Quillota, Chile)

W. B. U.

La pequeña niña tenía su cara embadurnada con helado de chocolate. Miraba absorta dos puntos en la Plaza. Apenas unos segundos observaba la pajarera, cuando otros tantos se quedaba mirando el Odeón.

-¿Qué pasa, Antonia?- preguntó la madre.
-¿Por qué están todos esos pajaritos allí dentro?
-Bueno, esos son pajaritos exóticos, que han traído de todas partes del mundo a Quillota y los mantienen allí, para protegerlos, porque en la noche hace mucho frío y se pueden morir- respondió sentenciosa.
Entonces la niña miró al Odeón.
-Y esas palomas, mami, ¿por qué no viven en esta casa?
-Bueno, mi niña, porque no pueden, no ves que le comerían toda la comida a estos pajaritos. En la vida hay quienes viven en casas alimentándose en forma segura, mientras que hay otros que no viven en casas y buscan su comida para vivir. Así es la vida. No hay nada que se le pueda hacer-, dijo respirando hondo tras concluir, satisfecha, el argumento.
-¿Y estos pajaritos de colores tienen la comida segura por vivir en esta jaula, mami?
-Claro, mi niña, y les dan comida y nosotros nos acercamos a la jaula para verlos comer y ver lo bonito que son, ¿no ves?-, terminó la madre, con una sonrisa forzada en los labios.
-¿Y las palomas?
-Bueno… ellas no, ellas deben andar por aquí y por allá, buscando su comida para vivir- sentenció la mujer, mientras intentaba saborear su helado, sin percatarse que su hijita, continuaba mirando una y otra vez a la jaula y al Odeón.

El sol caía diagonal atravesando una tupida pantalla de hojas, que los plátanos orientales habían esparcido formando un cielo verde y oscuro sobre la Plaza.

-Mami….-, la voz apenas se escuchó a causa de las demás risas infantiles.
-Dime hija…
-¿Tú crees que los pajaritos tienen más suerte o las palomas?- preguntó la niña.
-Pero claro que los pajaritos de colores, no ves que tienen casa y comida gratis-, señaló la madre, mostrando una sabiduría que le ponía fáciles las respuestas en su boca.
-Entonces, mami, ¿por qué las palomas parecen más felices que los pajaritos de colores?- preguntó la niña, mientras depositaba unos hermosos ojos verdes en el rostro de su madre.

La mujer carraspeó, se levantó del asiento, y tomando a la niña de la mano, continuó su camino…

-Anda, niña, tómate tu helado, que se nos hace tarde…

FIN

lunes, 27 de septiembre de 2010

Una vez más



W. B. U.

En la soledad del patio, él, un hombre que con inocente esfuerzo se arrimaba al umbral de los 35 años, jugaba, corría y daba vueltas, una y otra vez, siguiendo una órbita heliocéntrica en torno a su hijo autista. Recogía la pelota que le había lanzado cientos de veces para que el pequeño la tomara; sin embargo, el niño continuaba imperturbable, como una estatua de sal, atrapado en un halo de eterna inconsciencia que lo hacía encontrarse muy lejos, dentro de sí. La pelota le golpeaba suavemente el cuerpo, para alejarse dando breves botes, a unos cuantos metros sobre el césped.

Él, podría haber pensado qué sentido tenía todo aquello. Podría haberse dado por vencido. Pero como arrobado por una inconsciencia testaruda, prisionero de una fatalidad gratuita que encontró un buen día, recogía una vez más el balón, para lanzárselo al cuerpo.

Obstinado, quería ganarle al destino, quería vencer la derrota que la realidad le había propinado a los sueños que se había forjado cuando esperaba el nacimiento de la criatura: iba a jugar al fútbol con su primogénito varón, tal como habían jugado con él. Le regalaría una camiseta azul. Esperaba que su hijo golpeara el balón para que él, bajo los tres palos, simulara que su esfuerzo no podía evitar la conquista. Entonces, desde aquel día tendría que comprarle botines con estoperoles y las canilleras de última moda, tal vez llevarlo uno que otro domingo al estadio.

Él le lanzaba la pelota mientras lo estimulaba, pero los vítores rebotaban contra las solitarias y mudas paredes de la propiedad:

-Muy bien, ahora viene corriendo por la punta derecha, burla a uno, a dos, a tres, levanta la cabeza, lo mira mejor ubicado en el centro del área y le lanza el paseeee…-gritaba, jadeando.

Y ahí acababa todo. El eco de sus palabras se ahogaba abruptamente en el sordo pozo de la realidad. Terminaba el ataque de un equipo imaginario estrellándose contra la inclemente realidad de su hijo que sólo atinaba a quedarse de pie y a mirarse los dedos, que movía con extraordinaria habilidad, escribiendo increíbles historias en el aire.

No sabía cómo derrotar esa barrera infranqueable de soledad y aislamiento en la que estaba encerrado su retoño. Nadie podía saberlo, ni la ciencia con todos sus adelantos lo había podido insinuar siquiera, pero él, con una ceguera terca, iba una y otra vez a la carga, como un equipo que debe vencer a una cerrada defensa rival; sin embargo, tenía la llave en su poder sin saberlo siquiera. Lanzaba ya la pelota sin esperanzas, sólo porque debía hacerlo, en la soledad y quebranto de una paternidad malograda, y esa era, precisamente, la llave que liberaría su infortunio, porque continuó empecinado, como gota que orada el granito más duro, lanzando una y otra vez el balón.

-La para de pecho, la controla, se pasa a uno, se pasa al segundo, levanta la cabeza, lanza el pase, se huele el gol… se huele el gol…

Pero avanzaba la tarde y ya la luz adecuada para la práctica del fútbol, se había ido hacía rato, sin que él lo hubiera notado prudentemente. Además, su hijo de tan quieto que estaba en el centro del patio, sobre el césped, absorto, se estaba enfriando y podía coger un catarro.

Él, el padre obcecado, no había perdido la esperanza, sencillamente, porque no la tenía.

Sólo sabía que tenía que ir a la carga una y otra vez, para derrotar el aislamiento de su hijo, para hacer sucumbir esa barrera que, como una pared de piedra lo separaba de la vida común y corriente. Y en vez de haberse convertido en una gran máquina o cíclope que hiciera colapsar de un golpe la dura roca, se había vuelto una pequeña hormiga, testaruda y ciega, que iba silenciosamente, en medio del patio de su casa, mientras se iba la luz del sol, llevándose uno a uno los miles de millones de granos que conformaban esa pared egoísta para hacerla caer.

De pronto, él, el padre pertinaz, creyó ver un breve brillo de conexión en los ojos de su hijo y dificultosamente vio como su silueta, recortada tenuemente contra las sombras del patio, comenzaba a moverse…

En un momento, todo quedó suspendido por los finos hilos de la esperanza, padre e hijo fueron cómplices de una misma realidad. Desde el fondo del patio se elevó furioso un largo grito apagado miles de veces:

-¡Goooooooooooolllll!


FIN

jueves, 23 de septiembre de 2010

El sueño solitario




W. B. U.

Su soledad era tan grande como el pañuelo de seda que le habían regalado para su cumpleaños y ya el vacío casi perpetuo en el que se encontraba desde hacía meses, lo mantenía agobiado. Su conducta social era áspera y de un retraimiento hostil, propio del más cerril de los campesinos.
Sumido en las sombras más profundas de su cansancio, pero motivado por una necesidad tan imperiosa como recóndita, estaba Hernán soñando una vez más en aquella noche. Como víctima de un febril delirio, despertaba una y otra vez y volvía a quedarse dormido para continuar un sueño testarudo y perseverante, en el que un joven trigueño, delgado y de cabellos despreocupados, iba tomando forma y se le aparecía, cada vez más definido, en medio de un sinuoso camino rodeado de jardines.
En su inagotable deseo de compañía, Hernán era puro empecinamiento. Estaba empeñado en utilizar el poder de la palabra para crear de sus sueños a otro ser humano. Para darle vida a quien le acompañaría a ver transcurrir lentamente el calendario. Sólo para él, como un adolescente que descubre la potencia del amor. Su palabra era dicha e imaginada en sueños, perseverante y decidida, tan testaruda como el Obelisco de la Avenida 25 de Mayo. Su palabra era tenaz como un ruego.
Entonces, en el limbo de su conciencia, quería quedarse dormido cuanto antes, dejándose abandonado en el mar oscuro de su soledad, para que lo venciera nuevamente el sueño. Su palabra creadora en forma de ruego, comenzaba a trepar desde una soledad profunda, desde un abismo atlántico, elevándose como letanía encadenada en una rogativa seria y misteriosa. Su invocación monocorde doblegaba la quietud de sus dormidos labios y comenzaba a musitar suavemente el nombre de su creación, un muchacho que sería la compañía idealizada con la cual derrotar su soledad.
Entonces su palabra soñada fuertemente y musitada por unos labios dormidos se convertía en el verbo creador, dando forma a un vacío que intuía y se convertía así en un tímido dios, jugando a la creación.
Pero entonces surgía un ruido impertinente, un fastidioso accidente en el silencioso universo de su pieza y Hernán despertaba, transpirado, ansioso y molesto, incitado por su sublime esfuerzo de crear a un nuevo ser humano que lo acompañaría para siempre, que sería esencialmente fiel consigo mismo y con su soledad infinita. Él sabía que faltaba poco para que su palabra, su verbo creador se hiciera carne, formando con su creación una nueva e intrínseca relación, porque su creatura sería una persona, un otro que lo amaría como él ya intuía amarlo. Y su relación sería un nuevo Espíritu Santo, sería la máxima y plena expresión del amor infinito y veraz entre dos personas, que serían una.
Pero así como faltaba poco para lograrlo, faltaba poco para que llegara el día. Los cielos de Buenos Aires comenzaban a teñirse del grisáceo resplandor que viene desde las más lejanas superficies del Océano y Hernán sintió miedo de no poder lograrlo. Sabía que tenía que empeñarse aún más en su esfuerzo y recurriendo a las últimas fuerzas de una desesperada noche, se obligó a dormir para encontrar inmediatamente a su joven amado tendido en el prado de su jardín. Allí él estaba cómodo y seguro, como nunca, pero esta vez él sabía que no podía despertarse, porque si lo hiciese el alba ya habría llegado y todo su esfuerzo se perdería en el arrollador torrente de la conciencia. No, él no se permitiría despertar. Despertar suponía enfrentarse a una soledad que lo carcomía insensiblemente, por lo que decide acercarse al joven, en medio del jardín y de sus efluvios primaverales.
Él comienza por acariciarle un torso desnudo y corpulento y la sonrisa es correspondida, pero lejos de ese jardín, detrás de los altos abetos comienza a crecer lenta y sostenidamente el ronco y metálico ronronear de un reloj-despertador. Es el trabajo que llama, la oficina que llama, esa realidad abyecta que lo envilece sin compasión y a cada minuto del día es la que lo está llamando, insistentemente, desde la campanilla del despertador. Hernán se desespera y se oculta entre los arbustos de su jardín. Toma de la mano a su joven creación y deja que éste lo cobije con un brazo musculoso y lleno de vigor. Entonces mientras el sonido del despertador pretende destrozar la armonía del jardín, Hernán se entrega a un beso que lo borra todo, se entrega a un beso mágico que vuelve mudo ese maldito ronroneo metálico y por primera vez es feliz, es tan inmensamente feliz que todo ha desaparecido. Han desaparecido las preocupaciones, los miedos. Ha desaparecido el sonido del despertador y su jardín, ha desaparecido su joven compañero y ya solo, cree todavía sentir el vigor del robusto brazo, porque ahora todo es oscuridad y silencio…
El detective corre la cortina del cuarto para dejar entrar la luz, pero es la sonrisa en el rostro del cadáver de Hernán la que ilumina la triste habitación. Está muerto sobre su cama, sin lesiones aparentes atribuibles a terceras personas que explicaran su deceso. Como un presuroso juicio, el detective anotó en su libreta: “como si no hubiese querido despertar” y se fijó en una sutil sonrisa que le había quedado grabada en los labios. Era una sonrisa que daba cuenta de haber encontrado las más absoluta felicidad.


FIN

viernes, 10 de septiembre de 2010

Son las voces



W. B. U.


Son las voces de mis miedos
las que no callan
y perturban, a veces,
el silencio en que llegas
para abrazar mis anhelos.

Son las voces de mis sueños
las que gritan
desde el fondo uterino de tus afanes,
para que entre sonrisas y besos,
vengas a entregarte
como un regalo dulce,
como un postre alcohólico,
que me nubla la razón
y me obliga a la imprudencia,
insensato placer
que me alimenta.

Lo que escucho y no me deja
son las voces de mis deseos,
el rumor de tus pasos
que adivino,
el sabor de tus besos
que presiento…

lunes, 6 de septiembre de 2010

Esta distancia que nos separa




W. B. U.



Esta distancia que nos separa

es tan dolorosa y maldita

porque no es de espacios ni de tiempos

sino de oportunidades,

de falta de coincidencias,

de excesos de rutinas...



Esta distancia que nos separa

son dos vuelos solitarios

que se encaraman por las cumbres de la eficiencia

y nos vamos alejando

en este vacío que congela...



Esta distancia que nos separa

es el silencio que nos niega,

es el cansancio acumulado,

las rabias que no cesan...



Esta distancia no es más

que el simple morir

que insinúa, pero no llega...