viernes, 6 de noviembre de 2009

Dos caballos blancos










W. B. U.


Desde muy niña a ella le gustaban los caballos. Yo, en cambio, los he odiado siempre. Ella los cuidaba y los mimaba con entrañable cariño, costumbre que inició en aquellas tardes lejanas de su infancia, cuando galopaba las horas y los crepúsculos en los campos del abuelo.
La primera vez que lo hizo sola, frisaba los doce años. Casi voló aquella vez. Su delgado cuerpo flotaba sobre el suave lomo del animal, mientras su pelo largo dibujaba orlas doradas que se recortaban sobre el cielo intensamente azul, dando un poco de paz y descanso al esforzado abuelo, que la miraba extasiado.

Ahora ella está frente a mí, en otras circunstancias. Muchos años han transcurrido, desgranándose día a día, con paciencia de árbol. Mientras yo estoy atento a cada movimiento, ella tiene una mirada perdida, absorta en quizás qué pensamientos lo que me brinda la oportunidad de apoderarme de uno de sus caballos blancos, sin que se percate, sino hasta que sea suficientemente tarde.
Ella, cada tanto, hace enormes esfuerzos por seguir defendiendo sus caballos. Los oculta, los protege con las pocas fuerzas que le quedan. Me había encargado yo de irla despojando de todas sus capacidades, de todas sus oportunidades, de todas sus convicciones. Su fuerza no era ya más que una tímida caricatura de lo que fue al inicio de nuestra contienda, cuando intentó atacarme en mi punto más débil. No contaba ella con que había aprendido a leer muy bien su transparente inocencia.
Mi deseo de causarle daño, se había vuelto un empecinamiento, hasta el punto de no pensar en los riesgos que ello implicaba. Lo único que osaba en meditar era la forma impúdica, casi obscena, en que quería apoderarme de sus dos animales, lo cual –me exigía- debía hacerse estableciendo, con claridad meridiana, que sólo me movía a ello la venganza. Para lograrlo debía ser de una manera tal que ella asistiera al espectáculo de la captura, sin que tuviera la menor posibilidad de reaccionar ni de revertir la situación. La quería ver desesperada, compungida.
Si a consecuencia de mis actos, yo recibía luego algún castigo, eso echaba por tierra el placer de la venganza, por lo tanto pensé muy bien, en varios repasos meticulosos, cada uno de mis movimientos. Ella debía darse cuenta, mansamente, que había sido yo el causante de la desaparición de sus caballos. Ella debía quedar absolutamente estupefacta, castigándose una y otra vez, por haber permitido mi jugada macabra, la cual –me resultaba imperioso- debía terminar completamente impune, avalada por su complacencia.
Finalmente, me decidí a hacerlo de la forma más brutal posible. Nada de sofisticaciones. El movimiento debía ser nítido, claro, casi bestial, y así lo hice.

Ella no vio el movimiento perverso y sutil de mi mano. Tomé al pequeño animal por la cabeza y sentencié:

-¡Jaque!

FIN